Era 1992. En el jeep íbamos tres: Fabio “Loco” Sánchez, el conductor; Jesús “Chucho” Abad Colorado, reportero gráfico, y yo, redactor. De una de nuestras ventanillas sobresalía un palo con un pañuelo blanco. En todas las endebles casitas de madera que de tanto en tanto aparecían al lado de la carretera también se veían banderas blancas.
BBC NEWS MUNDO
Proceso de paz con las FARC: “Así viví la guerra en Colombia”
El cañón es estrecho: montañas a lado y lado, una carretera delgada y sinuosa y, en uno de los bordes, un precipicio que desciende centenares de metros hasta un río. El nombre del lugar lo dice todo: "La Llorona". El lugar perfecto para una emboscada.
El dolor de la guerra: familiares de víctimas de la matanza de Bojayá, Colombia, en 2002. JESÚS ABAD COLORADO
La emboscada había ocurrido un día antes. Guerrilleros de las Fuerzas Armadas Revolucionarias, FARC, atacaron desde la cima de las montañas a un convoy del ejército que se dirigía hacia la zona de Urabá. Según recuerdo, al menos 17 soldados murieron y varios más resultaron desaparecidos. Unos 8 sobrevivieron lanzándose por el barranco hacia el río.
Nosotros éramos los primeros periodistas en ir al lugar.
En un momento, “Chucho” se volteó -yo viajaba en el asiento trasero- y me preguntó, sonriendo si no temía que un francotirador me pegara un tiro.
Yo le sonreí -todo el que haya sido reportero de guerra coincidirá en que el humor negro no sólo es inevitable, sino indispensable en este tipo de situaciones- y le dije que sí, pero que en todo caso siempre le disparaban primero a los que iban adelante.
“Chucho” lo pensó unos segundos y se volteó riéndose, pero no volvió a pronunciar palabra el resto del trayecto.
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Desde que tengo uso de razón no he conocido una Colombia en paz. Sin embargo, hasta que empecé a trabajar como periodista, la guerra era un rumor lejano, algo que ocurría en el campo. Algo que le ocurría a otros.
El actual conflicto armado había empezado poco antes de que yo naciera, en 1964, con los ataques del ejército a lo que llamaban la “república independiente de Marquetalia”, donde se refugiaban guerrilleros liberales y comunistas que no habían entregado sus armas después de la terrible violencia bipartidista de los 50. Con el correr de los años y la Guerra Fría, ese núcleo de guerrilleros se había convertido en una ejército que llegó a controlar vastas zonas del país.
El periodismo me lanzó de cabezas en el fragor de la guerra a finales de los años 80. Además, coincidió con dos hechos clave: el aumento del poderío del narcotráfico y el comienzo del derrumbe de la Unión Soviética.
Fue lo que terminó de enredar el nudo gordiano de la violencia en Colombia: al perder el apoyo político -y según muchos, financiero- del bloque socialista, las FARC encontraron en el narcotráfico una enorme fuente de financiación. Hasta hoy, esa guerrilla sigue diciendo que sólo cobra un “impuesto de gramaje” a quienes producen la cocaína. Sus críticos aseveran que está involucrada en todo el proceso, desde el cultivo hasta la distribución.
A finales de los 80 y principios de los 90, todas las violencias se cruzaron en Colombia. A las organizaciones guerrilleras (además de las FARC estaban el ELN, EPL, M-19, etc) se sumaron poderosos carteles de la droga como los de Medellín, Cali y el Norte del Valle.
Luego aparecieron grupos paramilitares como las Autodefensas de Urabá -creados principalmente por narcotraficantes, terratenientes y elementos de las Fuerzas Armadas, pero apoyadas por multitud de pequeños finqueros y comerciantes agobiados por la extorsión y secuestros de la guerrilla-.
Esto hizo que la guerra dejara de ser un rumor lejano no sólo para mi, sino para muchos más. Y que llegara a las ciudades.
La violencia tenía múltiples fauces que mordían por doquier. Al llegar por la mañana al periódico El Colombiano de Medellín -donde Chucho y yo trabajábamos- no sabíamos lo que el día traería, pero estábamos seguros de que algo traería.
¿Un carrobomba del Cartel de Medellín contra la policía? ¿Una amenaza? ¿Una masacre de los paramilitares? ¿Un magnicidio?
¿Una emboscada guerrillera?
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Además de banderas blancas, en algunas de las casitas se veían carteles escritos a mano. Una palabra se repetía una y otra vez: “paz”. Los pobladores sabían lo que se venía: los militares los iban a considerar sospechosos de complicidad por vivir cerca del lugar de la emboscada. Y luego llegarían los paramilitares.
Entre los muchos detalles que no se me olvidan de esa misión hay tres que sobresalen. Uno, la hermosa y dolorosa frase que me dijo uno de los habitantes de las casitas, un negro viejo y tranquilo que encontramos sentado a la puerta de su casa. El único ser humano que vimos en todo el recorrido. “La guerra no debe cortejarla nadie porque es cosa dolorosa”, nos dijo como último mensaje cuando ya nos subíamos al jeep.
Los otros dos son el silencio y el olor.
El silencio reinó durante casi todo el recorrido, pero un kilómetro antes de llegar se hizo agobiante, como si una campana de vidrio hubiera cubierto el lugar. Ni siquiera se escuchaban los pájaros.
Exactamente lo mismo nos había ocurrido unos meses antes (¿o fue después?): la guerrilla había asesinando en Urabá a 22 trabajadores bananeros a los que acusaba de colaborar con los paramilitares.
La noticia rompió en la madrugada, Chucho y yo alcanzamos a tomar una avioneta a las 6 am y llegamos al lugar poco antes de las 10. Los cuerpos seguían allí, maniatados y esparcidos, todos con un tiro de gracia en la cabeza. Recuerdo la incongruente belleza del lugar (el cielo deslumbrante, sin una nube; el verde furioso de las plataneras). Y el silencio ensordecedor.
El mismo que silencio nos acompañó hasta que llegamos al frente de la escuela rural donde los guerrilleros habían emboscado a los militares.
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Luego de discusiones entre colegas (la idea partió de Octavio y fue secundada con entusiasmo por Juan Gonzalo, Diana, Carlos Mario, Capeto y otros compañeros de generación), decidimos proponer a Ana Mercedes, la directora del periódico que creáramos una sección especial para tratar todo lo referente al conflicto armado, derechos humanos y procesos de paz.
Hasta ese momento -como los demás medios colombianos- todos esos temas los cubríamos en la llamada página roja, como material de orden público. Considerábamos vital diferenciar entre un crimen común y uno político.
En esa época había años de 30 mil asesinatos en Colombia, pero se calculaba que sólo el 10% (tres mil), estaban relacionados con el conflicto armado.
Así que a finales del 1992, principios del 93, nuestro diario se convirtió en el primer medio colombiano en tener una Unidad de Derechos Humanos. Y nunca mejor dicho unidad: sólo era yo.
Y Chucho cada vez que podía, claro.
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El olor es quizás lo más difícil de olvidar de una guerra. Es una mezcla de ropa sucia, sudor de pies y podredumbre orgánica que se te pega a la tráquea y a la piel como un parásito y no te lo puedes arrancar durante días.
Fue el olor que nos golpeó al bajar del jeep. Por todas partes se veían los rastros del combate. Por acá unas botas abandonadas. Por allá casquillos regados. Boquetes de bala en las paredes de la escuelita. Y el ubicuo olor a cadáver.
Los cuerpos los habían recogido unas horas antes en una volqueta del municipio de Dabeiba, el que más cerca quedaba del lugar.
Estuvimos caminando en silencio por el sitio. Yo tomaba notas, Chucho fotografías y Fabio nos esperaba en el jeep, la mano cerca del encendido, por lo que pudiera pasar.
Luego de unos minutos, Chucho me llamó a gritos desde el interior de la escuela.
-Juca, vení.
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Los años que siguieron no fueron fáciles.
Muchos no se tomaron bien la nueva postura de El Colombiano frente al conflicto -otro periódico local no desaprovechaba oportunidad para señalarnos de “simpatizantes de la guerrilla”-.
Fueron años de mirar de frente al abismo. De asistir, casi a diario, a los extremos de crueldad a los que podía llegar el ser humano: a una mujer embarazada le abrieron la barriga en canal y, aún viva, le arrancaron el bebé. En otra ocasión, los paras decapitaron a un líder comunitario, jugaron fútbol con su cabeza delante de toda la población y luego, al frente de todos, obligaron a que la esposa besara la cabeza.
Cada uno tenía su manera de lidiar con esto: el humor negro, el fatalismo, el alcohol, la promiscuidad. El cinismo. Pero lo que más ayudaba, creo, era encontrar, en cada lugar al que íbamos, ejemplos de resistencia, de gente que, pese al huracán de violencia, trataba de llevar adelante sus vidas con dignidad (no creo que sea casualidad que casi siempre fueran mujeres las que más serenidad y fortaleza tenían. Las que trataban de mantener los lazos comunitarios).
También, luego de cada tragedia, de cada matanza, de cada niño que caía por una bala perdida, llegábamos más convencidos de la necesidad de una solución negociada al conflicto.
Sin embargo, cuando nos sentábamos a conversar en el periódico sobre el tema, la conclusión era la misma: jamás íbamos a vivir en una Colombia en paz. De pronto nuestros nietos, decíamos los más optimistas.
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Ingresé a la escuela, pisando vidrios rotos -el sonido de la guerra: vidrios que se desmenuzan bajo tus pies- y antes de verlo, sabía que Chucho había hallado algo digno de verse y narrarse.
No era la primera vez que ocurría, A su ojo privilegiado, Chucho unía una capacidad casi sobrenatural para ubicar el detalle o el personaje perfecto. Y entonces me llamaba a gritos: “Juca, vení”.
Esta vez volvió a ser así. En el tablero del salón de clases, con todas sus letras, estaba escrita la narración bíblica de Caín y Abel. La metáfora perfecta de lo que había ocurrido afuera. La metáfora perfecta de Colombia.
Con esa imagen final -y la foto de Chucho del tablero- se publicó la crónica.
24 años después, Jesús Abad Colorado es uno de los mejores reporteros gráficos de Colombia y quien mejor ha retratado el conflicto en el país (imagino que ya vieron las fotos que acompañan este artículo). Yo llevo 18 años por fuera y 15 trabajando en la BBC.
La última vez que conversamos por teléfono -después, claro, de quejarnos durante media hora de nuestras dolencias de flamantes cincuentones- hablamos de la foto de Caín y Abel.
Hoy, ante el anuncio desde La Habana del acuerdo de cese el fuego bilateral y definitivo entre las FARC y el gobierno, pienso en mi hijo, en mi familia y amigos. Pienso en Chucho.
Recuerdo las veces que hablamos de un país en el que el relato de Caín y Abel fuera sólo fuera una narración bíblica, no un asunto de todos los días.
Y por unos segundos me permito soñar una Colombia en paz.