“Tengo como diez años que no los veo”, dice a Efe Claudio Cesma mientras señala a sus familiares con una sonrisa medio oculta por su bigote y barba poblada.
Cesma, quien vive en la cercana ciudad de Brawley, en California, llegó hasta Calexico para ver a unos familiares que lo esperan en Mexicali (México).
“¿Cómo estás, dónde dejaste a la ‘Chole’?, le dice desde el lado mexicano Rubén Uruchurtu y su sobrino José Armando Rivero le pregunta: “¿Qué onda contigo?”
Son conversaciones a menudo intrascendentes, casi del día a día que se pueden tener por teléfono, pero de esta forma se pueden ver las caras, aunque sea a medias, debido a la barda.
Pero las hay mucho más duras, como la de Guadalupe Ozuna, quien llega minutos después.
Su rostro se ve cansado, reflejo del dolor que arrastra por haber perdido a un hijo un mes después de que EE.UU. lo deportara a Mexicali.
Desde entonces, cada quince días y desde hace seis años, acude al muro fronterizo para encontrarse con su hija Darisela, que vive en México.
“Me siento tan triste de no poderle dar un abrazo. Antes vivía en San Francisco, pero desde que mataron a mi hijo me vine a vivir a Brawley para poder estar más cerca de la frontera y de mi hija. Y en estas fechas procuro buscarla más”, comenta a Efe.
En octubre pasado, los equipos de construcción terminaron de reemplazar en Calexico los 3,6 kilómetros de cerca de barrotes de acero tipo bolardo.
Fue el primer proyecto de reemplazo importante en la frontera de EE.UU. y México que se completó ya con Donald Trump en la Presidencia.
Con la renovación, esta sección se convirtió en la barrera fronteriza más alta a lo largo del sur de Estados Unidos, con 30 pies (9,1 metros) de altura, según la Jefe de la Patrulla Fronteriza del Sector Centro, Gloria Chávez.
Pero ese muro no parece amedrentar a los inmigrantes. El director de la organización mexicana Ángeles Sin Fronteras, Sergio Tamai, indica a Efe que siguen cruzando la barrera metálica pese a la altura y los riesgos que esto representa.
“Lo siguen brincando, hacen agujeros, pero los inmigrantes siguen pasando y lo seguirán haciendo, nada los para, ni la altura, pese a los riesgos”, comenta.
Sin embargo, hay quienes no buscan cruzar el muro metálico que se presume infranqueable, y solo se aproximan a sus límites para conversar con sus familiares.
Algunos incluso comparten presentes navideños a través de pequeños orificios que hay, aquí y allá, en la valla metálica, ante la presencia de agentes de la Patrulla Fronteriza de EE.UU., quienes permanecen vigilantes a solo unos metros de distancia.
Rubén Santoyo, de 68 años, acudió a la línea fronteriza a dejarle unos regalos a su esposa, María, a quien deportaron.
Visiblemente angustiados, señalan a Efe que será la primera vez que no celebren juntos ninguna de las fiestas de Diciembre desde que se casaron.
Su caso es uno más de las miles historias de migrantes deportados de EE.UU.
No en vano, las expulsiones del país aumentaron un 4,3 % en el año fiscal 2019 (entre el 1 de octubre de 2018 y el 30 de septiembre de 2019) con respecto a 2018, para un total de 267.258 personas, según cifras del Servicio de Control de Inmigración y Aduanas (ICE, en inglés).
Ese total incluyó a 5.700 migrantes catalogados como familias, lo que supuso un aumento del 110 % en relación al año fiscal de 2018.
Altagracia Tamayo Madueño, fundadora del albergue para inmigrantes Cobina, ubicado en Mexicali (México), explica a Efe que recibe alrededor de 300 inmigrantes diarios en su refugio fronterizo desde la reciente medida del Gobierno Trump de retornar a los solicitantes de asilo a México.
En febrero pasado entró en vigencia el polémico programa Protocolo de Protección Migrante (MPP), que ha regresado ya a cerca de 50.000 migrantes a México para esperar mientras se desarrolla su caso migratorio.
“Siguen cruzando, y van a seguir cruzando. Acabo de recibir a varias familias que fueron deportadas desde Arizona”, lamenta.
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