La tranquilidad en Trojes, una localidad hondureña de unos 60.000 habitantes perdida entre las montañas cerca de la frontera, se ha visto alterada por los 400 migrantes que de promedio aparecen cada día.
“La oficina de migración no estaba preparada para recibir tantos inmigrantes”, dice Kevin Corleto, pastor evangélico del pueblo. Este flujo empezó a crecer desde noviembre.
Un viaje que lleva años
La travesía real de Vasty Sully comenzó hace cuatro años, cuando dejó su país en crisis rumbo a Brasil. Otros de sus compatriotas optaron por Chile. Allí buscaron trabajo y ahorraron para ir a Estados Unidos.
“Salimos de Brasil para entrar en Bolivia, luego Perú, Ecuador, Colombia. En Colombia caminamos siete días en la selva y el río para llegar a Panamá. De Panamá pagamos un bus y entramos en Costa Rica, y de allí a Nicaragua”, relata.
Sentada en un patio de la alcaldía de Trojes, Vasty observa cómo juegan sus hijos de ocho, siete, cinco y cuatro años. “Vamos buscando una vida mejor”. Es una de los pocos migrantes que usa mascarilla en medio de la pandemia de covid-19.
Cerca de 1.500 migrantes se acumulan en Trojes, según indicaron a la AFP fuentes de la Cruz Roja, en un interminable éxodo hacia Estados Unidos que recorre todo el continente y que coloca presión sobre el presidente Joe Biden, quien ya exhortó a los migrantes ilegales que no vayan.
Según el gobierno hondureño, hasta 70.000 personas cruzan el país.
En Trojes, la vicealcaldesa, Dinora Sandoval, explica que han dispuesto seis albergues. Los que no alcanzan, van a viviendas de vecinos y alojamientos que les cobran entre cuatro y veinte dólares por noche.
“Tengo siete años de haber salido de mi país, buscando una vida mejor. Porque en mi país no es bueno, no hay trabajo, la verdad. El terremoto [de 2010]… estamos sufriendo mucho. Pero desde que llegamos aquí estamos sufriendo más”, confiesa el haitiano Annael Hilaire, cuya hermana, quien vive en Estados Unidos, le financia el viaje.
“Aquí en Honduras es muy duro. [La familia] nos deben mandar mucho dinero, 195 dólares para nosotros es mucho. Yo tengo 13 días aquí, para pagar motel, para pagar comida, agua”, explica. Viaja con su esposa y una hija. Eso sí, dice que la gente lo trata bien.
Médicos sin Fronteras les brinda apoyo.
El salvoconducto
Sandoval dijo que gestionan más albergues para que los migrantes aguarden por el trámite de su visa sin mayores costos. Dado el poco personal de migración disponible, la cita para tramitar y pagar el salvoconducto puede tomar semanas.
Debido a la espera, “cuando llegue el día para entregar el papel para nosotros pagar ya no vamos a tener ese dinero”, comenta Vasty.
“Solo somos dos personas para atender a tantos”, admite la jefa de la oficina migratoria, Glenda Correa, protegida con mascarilla y un traje de plástico sobre la ropa, mientras un vidrio la separa de decenas de inmigrantes aglomerados, pidiendo información.
Además de enfrentar este dilema, Honduras también tiene sus problemas migratorios internos. Periódicamente, desde 2018, cientos de sus ciudadanos organizan caravanas rumbo a Estados Unidos, huyendo de la violencia de pandillas y de la precaria economía del país, una situación aún peor por la pandemia y el reciente paso de dos huracanes.
Tomar “agua de muerto”
Mathurin Herivaut, de 33 años, también de Haití, viaja con su esposa y dos hijas. Dicen que en el trayecto de Colombia a Panamá una de sus pequeñas sintió sed y bebió agua de un río. Se enfermó.
Eso fue “por tomar agua de muerto”, sostiene. Según le contaron en la zona, a ese río lanzan los cadáveres de víctimas de asaltos en la ruta. La menor se recuperó.
“Hay mucha mafia en la selva de Panamá, matando gente con pistola, machete, quitándonos lo que tenemos”, asegura.
Ninguno de ellos planea quedarse en Honduras. “Tengo que esperar 15 días, un mes, pero yo no vengo aquí para trabajar”, dice Annael.
Tras el visado, atravesarán Honduras. Luego les queda Guatemala, México y, finalmente, Estados Unidos, países que ya adelantaron que no permitirán migración ilegal.