Aunque ya es una extraordinaria prioridad, para Biden ese gran desafío no es controlar la pandemia del coronavirus, que ha costado más de 400.000 vidas, millones de trabajos y sumido a Estados Unidos en la mayor crisis económica desde la Gran Depresión. Donald Trump deja al país más poderoso del mundo roto y bajo la amenaza de convertirse en una distopía nacional populista de extrema derecha. La gran misión Joe Biden es reparar los estragos que el nacional-populismo ha causado en el sistema de gobierno democrático de su país y detener el avance de quienes la representan.
Pero el desafío de impedir que esta distopía y la demagogia personalista de líderes egomaníacos siga erosionando la democracia va más allá de Estados Unidos. En sus variantes más peligrosas, el populismo nacionalista ha venido arraigando en América Latina a través de gobiernos neoautoritarios desde la llegada al poder de Hugo Chávez en 1999 y se encuentra hoy en pleno apogeo en varios países de la región.
Como reportero cubrí el auge del chavismo y como venezolano padecí los estragos de la corrupción omnipresente y el extremismo que derivaron en la destrucción total de la democracia y la sociedad venezolana. Estados Unidos, donde ahora vivo, está por suerte muy lejos de penetrar a ese corazón de las tinieblas, pero las peligrosas grietas sociales que se han visto en otras sociedades afectadas por el populismo nacionalista están ya presentes aquí.
Por eso cuando se trata de proteger la gobernabilidad democrática, la respuesta de que cada nación es soberana ya no es un argumento suficiente, como quedó establecido en la Carta Democrática Interamericana firmada en Lima en 2001. Sin embargo, promover las democracias en América Latina requiere desechar los viejos paradigmas imperiales de Estados Unidos que violaban las normas elementales del derecho internacional y que tantas cicatrices han dejado en nuestras historias. Repetir hoy las amenazas del pasado sería un regalo a los demagogos de turno.
Una nueva era de relaciones entre Estados Unidos y América Latina debería poner la protección de la democracia en el hemisferio al centro de la agenda. Y los latinoamericanos deberían darle la bienvenida, puesto que la fragilidad de la democracia es un riesgo común a todo el hemisferio.
Según Marta Lagos, directora de Latinobarómetro, 2018 fue el “annus horribilis” de la democracia latinoamericana porque marcó el punto más bajo de apoyo desde 1995, cuando empezó a medirse regionalmente. La insatisfacción con la democracia y el populismo nacionalista se alimentan con el mismo combustible: una mezcla de repudio a la corrupción de la clase política y empresarial, estancamiento económico y social, nacionalismo y sentimiento antiinmigrante.
Entre las víctimas más notables del populismo, sea de izquierda o derecha, en América Latina se encuentran Brasil y México, las dos mayores democracias.
En Brasil, el presidente de extrema derecha Jair Bolsonaro, admirador confeso de personajes ominosos de la dictadura militar (1964-1985), ha aupado a milicias y guerreros del teclado a atacar a sus adversarios. Grupos de fanáticos, como 300 de Brasil, que atacaron al Tribunal Supremo de Brasil en junio, son la contraparte sudamericana de organizaciones paramilitares estadounidenses como los Proud Boys, los Oath Keepers y los Three Percenters, que participaron en el asalto al Capitolio. Estos grupos están prestos a movilizarse y engendrar desorden al menor llamado de sus líderes, sea para defender la república de una supuesta conspiración del Partido Demócrata o para hostigar a quienes critican a Bolsonaro por su terrible manejo de la pandemia en Brasil.
En México, Andrés Manuel López Obrador, un presidente de izquierda, suele también explotar el vínculo emocional con sus seguidores para incitarlos contra sus críticos y descalifica a la prensa llamándola “fifi”.
Se ha dicho que el propósito de líderes populistas carismáticos como AMLO, Trump y Bolsonaro es afectivizar la política, volverla un asunto de lealtades radicales para polarizar el debate público sustrayendo de él la razón y volviéndolo pura reacción emocional, fanatismo. Pero detrás de esta estrategia yace un mal disimulado esfuerzo por instigar la polarización. Su fin es desacreditar los hechos y destruir la idea de verdad para impedir un consenso colectivo sobre la realidad y hacer al poder aún más inescrutable. Un ejemplo de esto último es la avanzada de AMLO contra la independencia de las instituciones autónomas que protegen la transparencia en México, como la anunciada eliminación del Instituto Nacional de Acceso a la Información Pública y Datos Personales (INAI).
Estos tres líderes de las Américas tienen en común haber despreciado la ciencia y la razón para justificar el tratamiento negligente que han dado a la pandemia. Su prepotencia socavó la capacidad de respuesta de los sistemas de salud de sus países y hoy se expresa en víctimas de la COVID-19. No es casual que Estados Unidos, Brasil y México estén entre los países con mayor número de infecciones por coronavirus en el hemisferio. Pero ese desdén aspira a lograr todo lo contrario a la democracia: subvertir los mecanismos institucionales que le hacen contrapeso al presidente e imponer la voluntad indiscutible del líder blindándola de la obligación de rendir cuentas.
Como lo muestra patéticamente el caso de Trump, las autoridades electorales no sucumbieron a sus amenazas y chantajes, el Congreso resistió la embestida autoritaria y la democracia, al menos por ahora, continuó funcionando. Hoy Trump, calificado por los estadounidenses como uno de los peores presidentes de la historia del país, deja la Casa Blanca por la puerta trasera de la historia. Es el fin de su repugnante reality show y ojalá sea el principio de su entrada en el olvido.
Sin embargo, la sombra que proyectó sobre la democracia de Estados Unidos es una señal de alerta para países con instituciones más endebles y congresos más obsecuentes, como los de Brasil, México o El Salvador, donde la fórmula del populismo nacionalista mantiene atractivo y tracción: mientras la democracia continúa resquebrajándose, las mayorías decepcionadas siguen sucumbiendo al hechizo populista y eligiendo líderes que invariablemente prometen “limpiar el pantano”(Trump), acabar con las “cúpulas podridas y corruptas” (Chávez) o “arrancar de raíz al régimen corrupto” y luchar “por una verdadera democracia” a través de la Cuarta Transformación (AMLO). Y ellos no son los únicos, por supuesto. No hay en América Latina escasez de aspirantes a caudillos.
La agenda de una nueva era de multilateralismo abarca temas específicos de la relación comercial y política de Estados Unidos con los países latinoamericanos. Pero la piedra angular debería ser mejorar las perspectivas democráticas en la región.
Para promover la democracia al sur del río Bravo, Biden debe primero predicar con el ejemplo restableciendo una democracia funcional en casa. Apartando el urgente fortalecimiento institucional, un paso significativo sería ayudar a subsanar las inmensas brechas sociales y raciales de Estados Unidos fomentando una verdadera igualdad de oportunidades.
Biden ha ofrecido una reforma migratoria para legalizar a los millones de migrantes —entre ellos una mayoría de latinoamericanos—, muchos de ellos que trabajan en algunos de los oficios más demandantes y esenciales de la economía estadounidense, una cuantiosa ayuda económica a los países del Triángulo Norte para evitar que los más vulnerables tengan que migrar de sus países y el Estatus de Protección Temporal (TPS, por su sigla en inglés) para los venezolanos que han llegado huyendo de la dictadura de Nicolás Maduro. También ha ofrecido promover una amplia colaboración en cambio climático.
Todas estas medidas ayudarán a una mejor relación con la región. Pero recuperar el brillo de la más antigua y mayor democracia del continente facilitará enormemente que la elección entre populismo nacionalista y democracia sea también para los latinoamericanos producto de la razón y no de la desesperación y el fanatismo.