En 2016, el equipo de campaña de Trump pudo descubrir, gracias al análisis de seguidores de una serie como The Walking Dead, que a sus espectadores les preocupaba la inmigración. Con esta información, segmentaron sus mensajes y anuncios políticos en Facebook: enviaron mensajes específicos a los fans de The Walking Dead.
El dinero con que cuenta cada campaña es determinante, especialmente en este contexto. Pero, ¿hasta qué punto suponen las campañas actuales una mercantilización del electorado?
Biden y Trump, 2020: Entre 89 y 93 millones de dólares en Facebook
Desde el 1 de enero de 2020, la candidatura de Joe Biden ha gastado más de 93 millones de dólares en publicidad y anuncios políticos solamente en Facebook, cifra algo superior a la gastada por el equipo de campaña de Donald Trump. Esto supone cientos de versiones de anuncios segmentados por perfiles circulando en las redes sociales.
Para entender cómo ha evolucionado la importancia de esta estrategia de comunicación política, hay que recordar que en 2008 la campaña de Obama gastó alrededor de 8 millones de dólares en anuncios en Internet. De ese monto total, solamente 500 000 dólares se destinaron a Facebook.
¿Qué se considera publicidad electoral?
Lo que se entiende por anuncio político varía dependiendo de la plataforma tecnológica donde se emite y de los países. En el informe de transparencia de Google sobre anuncios electorales en la UE se incluyen como tales “anuncios en los que aparecen partidos políticos, actuales dirigentes electos o candidatos a cargos del Parlamento de la UE, cargos nacionales electos de un estado miembro de la UE o del Parlamento del Reino Unido. También se incluyen anuncios con un referéndum para votar, un grupo de campañas de referéndum, o un llamamiento al voto relacionado con un referéndum nacional o un referéndum de soberanía estatal o provincial”.
En la UE, por ejemplo, no se consideran anuncios electorales los anuncios de productos o servicios, incluidos los productos de merchandising político como camisetas, ni los anuncios publicados por medios de comunicación para promocionar su cobertura de referéndums, partidos políticos, candidatos o cargos electos en activo.
Propaganda y desinformación
Por otra parte, los intentos de desinformación a través de los anuncios en Facebook siguen formando parte de las estrategias políticas en muchos países. Según Nick Clegg, vicepresidente de Facebook, la compañía bloqueó en el segundo trimestre de este año alrededor de 750 000 anuncios políticos en su plataforma que no cumplían con sus requisitos.
La mayoría de países no tienen una legislación adaptada al contexto digital. En España, por ejemplo, durante las elecciones de 2019 la mayoría de anuncios políticos pagados en Facebook respetó la jornada de reflexión, si bien algún candidato/partido político, como Arturo Aliaga del PAR, Héctor Illueca de Unidas Podemos o Joan Josep Nuet de ERC, mantuvieron la publicidad a pesar de que la ley es clara y no lo permite.
Según la Ley Orgánica 5/1985 de 19 de Junio del régimen electoral general, son las distintas juntas electorales las que han de velar por la celebración normal de las distintas elecciones. El artículo 53 señala que “no puede difundirse propaganda electoral ni realizarse acto alguno de campaña electoral una vez que ésta haya legalmente terminado”.
Cómo funciona la publicidad segmentada
En los últimos años hemos visto cómo cada elección supone la actualización automática del software de la desinformación y la incorporación automática de nuevas formas, narrativas y formatos a las diferentes estrategias de propaganda digital.
La publicidad en Facebook es muy asequible y, debido a la segmentación, invisible para aquellos perfiles no deseados, salvo que se consulte su biblioteca de anuncios.
Desde 2 euros al día por anuncio, se pueden poner anuncios personalizados respondiendo a criterios como el sexo, la edad, la ubicación o los intereses. Anuncios que sólo veremos si cumplimos esos requisitos preestablecidos.
La responsabilidad de las empresas
Una encuesta del Pew Research señalaba que el 54% de los estadounidenses defendía que las empresas de redes sociales no deberían permitir anuncios políticos. Hasta el 77% consideraba que no es aceptable que estas empresas usen datos sobre las actividades en línea de sus usuarios para mostrarles anuncios de campañas políticas.
Por edades, cerca del 64% de las personas de más de 65 años se muestran de acuerdo con que no se permitan los anuncios políticos en estas plataformas. En cambio, poco más de la mitad de las personas de 30 a 64 años y el 45% de las de 18 a 29 años comparten esta opinión.
Cada plataforma tiene sus propias normas
En septiembre de 2020, Facebook anunció que no permitiría nuevos anuncios la semana previa a las elecciones. Pero sí se permite que los anuncios políticos mientan.
Paralelamente, algunas plataformas han optado por no permitir ningún anuncio político como Twitter, LinkedIn, TikTok y Spotify. Por su parte, Reddit –que cuenta con su propia biblioteca de anuncios– o SnapChat prohíben los anuncios engañosos.
Google ha impuesto varias restricciones a la orientación de anuncios –también para Youtube– y para los anuncios segmentados solo se pueden usar datos como la ubicación, la edad y el sexo.
Empresas tecnológicas… ¿o actores políticos?
Sin embargo, en los últimos meses lo que más llama la atención no es la inversión que los equipos de campaña de Biden o Trump han hecho en Facebook sino que el propio Facebook, en los últimos 90 días, haya invertido más de 28 millones de dólares en anuncios orientados a movilizar la participación –además de más de 8 millones en Instagram–.
La importancia de las redes sociales en este proceso electoral ha hecho que el debate se aleje ya de si deben ser consideradas empresas tecnológicas o empresas mediáticas. Ahora la cuestión gira entorno a si estas organizaciones han de ser consideradas actores políticos esenciales en la nueva esfera democrática.
Queda por ver si Facebook hace algo para controlar la publicidad electoral proveniente de otros países que puedan intentar contaminar el debate público. En este sentido, el papel de Rusia o China puede ser más visible que en anteriores elecciones.
Necesidad de una legislación específica
Regular los contenidos es algo muy diferente de legislar en torno a la forma en la que se presentan esos contenidos. Legislar en torno al discurso público, a sus contenidos y a la veracidad de las afirmaciones de o sobre los políticos es un debate necesario.
La realidad nos indica de forma clara que cuando se acaban aprobando “leyes anti fake news” se acaba limitando la libertad de expresión e información de periodistas, sociedad civil y voces “disidentes”.
Una legislación adaptada a una democracia digitalizada tiene que actualizar el papel de las campañas electorales. En este sentido algunas ideas pasan por:
- La publicidad segmentada de los partidos políticos no puede –sirviéndose en la excusa de la campaña– apelar a las emociones y al voto útil a través de mensajes falsos.
- Mayor transparencia. Conocer mucho mejor los criterios que hacen que seamos objetivo concreto de un anuncio político.
- Sería recomendable que Facebook tuviera un papel más estricto a la hora de respetar la jornada de reflexión y no permitiera que partidos y candidatos siguieran promocionando sus mensajes más allá de lo previsto por la ley.
- Establecer unos límites sobre los perfiles y las segmentaciones que se puedan hacer de los anuncios políticos. Y decidir si más allá de la edad, el sexo o la ubicación, se puede usar una segmentación por ideología, intereses, hobbies, eventos, grupos, páginas seguidas, etc. para exponer anuncios políticos.
Se trata de debatir sobre si esta publicidad segmentada simplemente forma de un nuevo ecosistema económico digital, o si no regularla puede suponer la mercantilización del voto. Es decir, un paso más en la confusión intencionada entre ciudadanos, consumidores y electores.
Es un debate importante que debería mantenerse más allá de las elecciones estadounidenses: son prácticas que seguirán utilizándose en procesos electorales en todo el mundo.
Raúl Magallón Rosa, Profesor del Departamento de Comunicación, Universidad Carlos III
Este artículo fue publicado originalmente en The Conversation. Lea el original.