Sin embargo, tras la destrucción de una gran presa río abajo, ese lago resplandeciente, uno de los más grandes de Europa, simplemente desapareció. Ahora solo queda una pradera de 241 kilómetros de largo.
Durante más de 60 años, la familia Bezhan dirigió un negocio pesquero en estas orillas. Compraron barcos, redes, congeladores, y enormes y ruidosas máquinas de hielo, y generación tras generación se ganaron la vida con el pescado. Pero ahora ya no hay peces.
“Si la guerra acabara mañana, y no creo que eso ocurra”, comentó Serhii Bezhan, el patriarca de la familia, “se tardarían cinco años en reconstruir la presa y al menos dos más en llenar el embalse. Luego, los peces tardarían otros diez años en crecer; algunas especies, hasta veinte”.
Apartó la mirada mientras se le empañaban los ojos.
“Tengo 50 años”, dijo en voz baja. “Ni siquiera sé si estaré tanto tiempo”.
El 6 de junio, los medidores sísmicos situados a cientos de kilómetros detectaron una enorme explosión en la presa de Kajovka, a orillas del río Dniéper. Los muros de hormigón armado, de más de 18 metros de altura y hasta 30 metros de espesor, se derrumbaron y 4,8 billones de galones de agua salieron a borbotones.
Las pruebas científicas indican que la presa fue volada desde dentro, casi con toda seguridad por las fuerzas rusas que la ocupaban. De un solo golpe, desencadenaron inundaciones épicas en Ucrania y una sequía subsiguiente que, en conjunto, provocaron un nivel asombroso de destrucción del medioambiente, la economía y las vidas de civiles que ya estaban soportando las penurias de la guerra.
Este verano, un equipo de periodistas de The New York Times viajó cientos de kilómetros desde Zaporiyia, en el centro de Ucrania, hasta Odesa, en el mar Negro, para evaluar el impacto total. Lo que encontramos fueron casas todavía empapadas y embadurnadas de barro; peces muertos que yacían a montones; colonias de moluscos submarinos destruidas; una crisis de agua potable; una crisis de irrigación para los agricultores; comunidades enteras sin trabajo; y una enorme sensación de pérdida cuyas dimensiones aún no se han establecido.
Durante esta guerra, los rusos han bombardeado de manera deliberada centrales eléctricas y silos de grano, sin que falte la brutalidad de la tierra quemada. Pero la destrucción de la presa de Kajovka es quizá el golpe más devastador y punitivo, aunque la intención militar fuera inundar la zona y frenar a los soldados ucranianos. En opinión de los ucranianos, los invasores rusos no hacen más que expresar odio hacia la tierra —y la gente— que reclaman como suya.
Esto fue una “katastrofa”, señaló Bezhan.
Sin peces que pescar, su familia se ha visto relegada a recoger fruta de su huerto y venderla junto a la carretera.
Estudiando el pasado
Dmytro Neveselyi, el joven e imponente alcalde de Zelenodolsk, parece más un jugador profesional de baloncesto que el administrador municipal de una pequeña ciudad en el corazón de Ucrania. Una tarde de este verano, se inclinó sobre su escritorio y desplegó un mapa de la época de la Segunda Guerra Mundial.
Neveselyi y otros dirigentes cívicos han estado escudriñando mapas antiguos como este para localizar pozos y otras posibles fuentes de agua que esta zona utilizaba cuando no había presa.
“Esto es de los nazis”, explicó con cierta sorna. “Es la última imagen buena que tenemos de esta zona antes de que se construyera la presa”.
La presa de Kajovka fue una maravilla de la ingeniería de su época, un gigantesco proyecto emblemático del impulso soviético por construir estructuras más grandes, aunque no siempre mejores. Terminada en 1956, la presa hidroeléctrica bloqueó el río Dniéper para generar electricidad. El agua remansada creó el embalse de Kajovka, que regaba las granjas y suministraba agua potable a las crecientes ciudades del centro de Ucrania.
Cuando el embalse se secó, una enorme franja de Ucrania se quedó sin agua corriente. La gente dejó de lavar la ropa. Algunos incluso utilizaban bolsas de plástico para ir al baño.
Desde entonces, se ha restablecido parte del servicio de agua conectando tuberías a otros embalses mucho más pequeños. Pero miles de personas siguen sin agua potable y están a merced de los camiones cisterna que hacen la ronda.
Así que la búsqueda de fuentes alternativas de agua continúa.
Un desastre agrícola
Según las autoridades ucranianas, el vasto corazón agrícola que rodeaba el embalse producía anualmente más de 3600 millones de kilos de trigo, maíz, soja y girasol, así como el 80 por ciento de las hortalizas de Ucrania. El embalse era en gran parte responsable de ello, ya que regaba más de 5170 kilómetros cuadrados.
“No quiero ser demasiado pesimista”, aseguró Volodymyr Halia, agricultor comercial cerca de la ciudad de Apostolove. “Pero no he oído ninguna solución para el riego. Estas granjas se secarán a menos que reconstruyamos la presa”.
Ahora mismo, eso es imposible. Los rusos siguen controlando la zona.
Así que las pérdidas se siguen acumulando. Los agricultores de esta zona solían exportar su grano en barcazas fluviales que amarraban a orillas del embalse. Los muelles siguen allí. Pero en lugar de mirar al agua, se asientan a horcajadas sobre kilómetros de lodo.
Es difícil saber hasta qué punto será una “katasrofa” la rotura de la presa. La Escuela de Economía de Kiev, junto con el gobierno ucraniano, cree que el ataque costó al menos 2000 millones de dólares en pérdidas directas, cifra que muy probablemente aumentará con el paso del tiempo.
“La gente ya de por sí estaba muy cansada y estresada por un año de guerra”, afirmó Tamara Nevdah, funcionaria local que vive cerca del embalse. “Cuando ocurrió esto, la gente se sintió tan horrible y desmoralizada como en el primer día de la guerra”.
“Y todavía están impactados”, añadió.
‘Ecocidio’
El embalse de Kajovka era un paraíso para las aves. Servía de estación de paso para las especies migratorias en sus viajes desde los climas septentrionales hasta África. Las islas del lago y las zonas pantanosas río abajo eran lugares de anidamiento de garzas reales, ibis lustrosos, espátulas euroasiáticas y otras especies, explicó Oleksii Vasyliuk, ecologista y zoólogo.
Sin embargo, cuando el torrente de agua se precipitó río abajo, arrasó con innumerables lugares de nidificación, y las aves que solían anidar cerca del lago también han desaparecido.
“Hemos perdido toda una generación”, comentó Vasyliuk.
En Odesa, 145 kilómetros al oeste de donde el Dniéper desemboca en el mar Negro, Vladyslav Balinskyi, ecologista, caminaba por la orilla mirando a los bañistas.
“Nadie debería nadar aquí”, señaló. “No saben lo que hay en el agua”.
Balinskyi enumeró los contaminantes que la riada había vertido al mar: cadmio, estroncio, mercurio, plomo, pesticidas, fertilizantes y 150 toneladas de aceite de maquinaria utilizado en los enormes engranajes de la central hidroeléctrica.
Casi todos los días se sumerge para estudiar el impacto en la vida marina.
“El 50 por ciento de los mejillones ya han muerto”, afirmó.
‘Todo ha desaparecido. Nada. Basura’.
Liudmyla Mavrych estaba en la sala de su casa con un álbum de recortes empapado. Había pasado gran parte de su vida en la misma casita de Afanansiivka, una tranquila y bonita aldea situada junto a un afluente del Dniéper, río abajo de la presa.
El papel pintado se estaba despegando de las paredes. El linóleo se desprendía de las encimeras. El suelo estaba manchado de barro. Toda la casa olía a trapo viejo y moho.
Las aguas se habían tragado su casa, como miles de otras.
“Ya nada sirve”, dijo, sacando fotos húmedas y pegajosas de un álbum de recortes. Una a una, las tiró al suelo.
“Perdimos nuestra casa, perdimos todo lo que teníamos y ahora ni siquiera tenemos recuerdos”, afirmó, cada vez más alterada mientras hojeaba rápidamente el húmedo álbum de fotos. “Todo ha desaparecido. Nada. Basura”.