En nuestra pandemia actual, la esperanza colectiva de encontrar una vacuna es igual de palpable y reforzada con la misma regularidad, como lo fue con las noticias de esta semana de los resultados prometedores de una prueba pequeña de una vacuna contra el coronavirus. El líder experto en enfermedades infecciosas del gobierno federal, Anthony Fauci, afirmó que “aquí, el punto de inflexión definitivo será una vacuna”. El presidente Trump nos aseguró que no está lejos la creación de una vacuna. Presentadores y expertos de la televisión afirman que esta meta sí está al alcance porque ya hemos vencido con vacunas a asesinos infecciosos en el pasado, como la polio.
Sin embargo, la experiencia de Estados Unidos con la polio no debería darnos esperanza, sino hacernos reflexionar. La primera vacuna efectiva contra la poliomielitis surgió tras décadas de investigación y pruebas. Una vez que se concluyeron todos los exámenes, fue aprobada a una velocidad récord. Luego se presentaron problemas de fabricación potencialmente mortales. A esto le siguieron dificultades en la distribución. Se desataron luchas políticas. Tras varios años, finalmente recibieron la vacuna suficientes estadounidenses para lograr reducir la cantidad de casos en forma significativa, pero la enfermedad perduró en las comunidades pobres por más de una década. La historia completa de la polio debería hacernos desconfiar de las promesas de que pronto tendremos el coronavirus bajo control con una vacuna.
La primera epidemia de polio en Estados Unidos azotó a Vermont en 1894: murieron 18 personas y quedaron permanentemente paralizadas otras 58. Eso fue solo el principio. En el transcurso de las siguientes décadas, los brotes en lugares con climas cálidos se volvieron comunes. Esos brotes golpeaban a las comunidades un año y las perdonaban al siguiente, aunque a veces regresaban tiempo después con mayor fuerza. Un brote en la ciudad de Nueva York mató a más de 100 personas en 1907. En 1916, la polio regresó y mató a 6000 personas. La enfermedad atacó principalmente a los niños. Acabó con la vida del 25 por ciento de los afectados. Además, dejó a muchos paralizados, y confinó a algunos a vivir en un pulmón de acero.
Los científicos sabían que la poliomielitis era causada por un virus, pero no sabían cómo se propagaba. (Hoy en día sabemos que se propagó por el consumo de agua o alimentos contaminados con el virus presente en materia fecal). En aquel momento, como ahora, la única manera de estar a salvo era no infectarse. Los pueblos que tenían casos cerraron las salas de cine, las piscinas, los parques de diversiones y los campamentos de verano. Cancelaron ferias y festivales planeados tiempo antes. Los padres mantuvieron a sus hijos cerca de sus casas. Los que tenían los recursos huyeron al campo. De todas formas, los casos aumentaron. De las tres vacunas preliminares contra la polio que se desarrollaron en los años treinta, dos resultaron ser ineficaces y la otra, mortal.
Finalmente, en abril de 1954, una vacuna prometedora desarrollada por el laboratorio de Jonas Salk en la Universidad de Pittsburgh se sometió a un ensayo clínico grande de un año. En 1955, el día en que los responsables de prensa recibieron a los periodistas en Ann Arbor, compartieron los resultados: la vacuna, que contenía virus de poliomielitis inactivo, era segura. Además, tenía una efectividad del 80 al 90 por ciento.
El gobierno federal autorizó la vacuna en cuestión de horas. Los fabricantes comenzaron rápidamente la producción. Una fundación prometió comprar los primeros 9 millones de dólares en vacunas para aplicárselas a los niños de primer y segundo grado del país. Se inició una campaña nacional.
Pero menos de un mes después, la iniciativa se detuvo por completo. Las autoridades reportaron seis casos de polio vinculados con una vacuna fabricada por Cutter Laboratories en Berkeley, California. El cirujano general del país le solicitó a Cutter que retirara sus lotes de vacunas. Los Institutos Nacionales de Salud les pidieron a todos los fabricantes que suspendieran la producción hasta que se establecieran nuevas normas de seguridad. Investigadores federales descubrieron que Cutter no había logrado matar por completo al virus en algunos lotes de la vacuna. Las vacunas defectuosas causaron más de 200 casos de polio y 11 muertes.
El programa de vacunación se reanudó parcialmente dos meses después, pero el caos continuó. Debido al escaso suministro de la vacuna, empezaron a correrse rumores de la existencia de mercados negros y de médicos inescrupulosos que cobraban tarifas exorbitantes. Una compañía fabricante planeó vacunar primero a los hijos de sus empleados, y luego les envió una carta a los accionistas prometiéndoles también acceso prioritario a sus hijos y nietos.
Los estados le pidieron al gobierno federal que implantara un programa que garantizara la distribución equitativa. Un proyecto de ley del Senado propuso que la vacuna fuera gratis para todos los menores de edad. Un proyecto de ley de la Cámara de Representantes propuso que la vacunas fueran gratis solo para los niños necesitados; según varios relatos de los periódicos de la época, la discusión del proyecto de ley detonó una “iracunda pelea” que obligó al presidente de la Cámara Baja a pedir un receso “para calmar los ánimos”. La Ley de Asistencia para la Vacunación contra la Polio de 30 millones de dólares firmada por el presidente Dwight Eisenhower ese agosto fue un punto medio que, en esencia, dejó que los estados decidieran por sí solos.
Los casos de poliomielitis se redujeron drásticamente durante los siguientes años. Luego, en 1958, cuando la atención nacional empezó a flaquear, los casos volvieron a incrementarse entre los no vacunados. Los casos de polio se acumularon en las áreas urbanas, mayormente entre la población pobre de color con poco acceso a la atención médica. Los “patrones de polio” de los estados se habían convertido en “algo muy diferente a los vistos generalmente en el pasado”, según palabras de los epidemiólogos del gobierno.
Tres años después, el gobierno federal aprobó una vacuna oral contra la polio desarrollada por el laboratorio de Albert Sabin en Cincinnati, la cual contenía virus debilitado, no inactivo. Para finales de ese año, las infecciones de polio se habían reducido un 90 por ciento en comparación con los niveles de 1955. En 1979, el país registró su último caso por transmisión comunitaria.
En la actualidad, décadas después del inicio de una campaña mundial de vacunación, la polio persiste solo en tres países. La batalla contra la enfermedad ha sido un esfuerzo de un siglo. Además, ha requerido de un compromiso constante para continuar la vacunación contra la polio, un compromiso que está en peligro en estos momentos debido a que las iniciativas mundiales de vacunación contra la polio se han suspendido para frenar la propagación del coronavirus.
Ciertamente hay muchísimas diferencias entre la lucha contra el coronavirus y la histórica batalla contra la polio. La capacidad mundial actual de investigación y desarrollo de vacunas es muchísimo mayor de lo que era en los años cincuenta. Las autorizaciones de medicamentos y los protocolos de seguridad de fabricación también han sido perfeccionados desde entonces. Tras unos cuantos meses de iniciada esta pandemia, ya hay muchas más vacunas contra el coronavirus en desarrollo que todas las que hubo contra la polio.
Sin embargo, las barreras regulatorias que hemos pasado décadas estableciendo están dejándose a un lado para acelerar ese desarrollo, y algunas de las vacunas para el coronavirus que están actualmente en desarrollo “ultrarrápido” —realizado por nuevas compañías de biotecnología, laboratorios universitarios y grandes farmacéuticas reconocidas— son tan inéditas y novedosas como lo fue la primera vacuna contra la polio en 1955.
Si alguna vacuna prueba ser segura y efectiva, enfrentaremos los mismos desafíos del pasado: fabricar la cantidad suficiente para proteger a la población sin causar daño y distribuirlas sin agravar las desigualdades existentes en nuestra sociedad.
Nota del editor:
Elena Conis es historiadora y profesora en la Escuela de Posgrado de Periodismo de la Universidad de California en Berkeley, donde Michael McCoyd es doctorando en Ciencias de la Computación y Jessie A. Moravek es estudiante del doctorado en Ciencias, Política y Gestión del Medioambiente.