“Habrá un último ser consciente, habrá un último pensamiento”, sentenció Janna Levin, cosmóloga del Barnard College, cerca del final de “Un viaje al infinito”, un nuevo documental de Netflix dirigido por Jonathan Halperin y Drew Takahashi.
Cuando escuché esa afirmación durante una reciente proyección del documental, se me rompió el corazón. Era la idea más triste y solitaria que jamás había contemplado. Pensé que era consciente y estaba bien informado sobre nuestra situación cósmica compartida: es decir, que si lo que creemos saber sobre la física y la cosmología es cierto, la vida y la inteligencia están condenadas. Pensé que me había reconciliado intelectualmente con esa idea.
Pero este era un punto de vista en el que no había pensado antes. En algún momento en el futuro habrá algún lugar en el universo donde habrá un último ser consciente. Y un último pensamiento. Y esa última palabra, por profunda o mundana que sea, se desvanecerá en el silencio junto con el recuerdo de Einstein, Elvis, Jesús, Buda, Aretha y Eva, mientras que los fragmentos restantes del universo físico seguirán separándose por miles de millones y miles de millones de solitarios y silenciosos años.
¿Ese último pensamiento será una valiosa enseñanza? ¿Una palabrota?
¿Cómo nos metimos los humanos en este lío? El universo tal como lo conocemos se originó en una feroz explosión hace 13.800 millones de años y desde entonces se ha estado expandiendo. Los astrónomos discutieron durante décadas sobre si esta expansión continuaría para siempre o si algún día colapsaría nuevamente en una “gran implosión”.
Todo eso cambió en 1998, cuando los astrónomos descubrieron que la expansión cósmica se estaba acelerando, impulsada por una fuerza antigravitatoria que forma parte del tejido del espacio-tiempo. Cuanto más grande se vuelve el universo, con más fuerza lo separa esta “energía oscura”. Esta nueva fuerza tiene un parecido sorprendente con la constante cosmológica, una repulsión cósmica que Einstein propuso como un factor de corrección en sus ecuaciones para explicar por qué el universo no colapsó, pero que luego rechazó y consideró un error.
Pero la constante cosmológica se negó a morir, y ahora amenaza con destruir la física y el universo.
Al final, si esta energía oscura prevalece, las galaxias distantes terminarán por alejarse tan rápido que ya no podremos verlas. Cuanto más tiempo pase, menos sabremos sobre el universo. Las estrellas morirán y no renacerán. Será como vivir dentro de un agujero negro al revés, que absorbe materia, energía e información sobre el horizonte, y que nunca regresará.
Se podría señalar que es demasiado pronto como para estar prescribiendo un futuro para el universo. Los nuevos descubrimientos en física podrían proporcionar una vía de escape. Tal vez la energía oscura no sea constante; tal vez dé la vuelta y vuelva a comprimir el universo. En un correo electrónico, Michael Turner, el cosmólogo emérito de la Universidad de Chicago que acuñó el término “energía oscura”, dijo, refiriéndose a la letra griega que simboliza la constante cosmológica de Einstein: “¡Lambda sería la respuesta menos interesante al enigma de la energía oscura!”.
Pero por ahora, eso es lo que podemos esperar.
Estaremos fritos dentro de unos mil millones de años, cuando el Sol evapore los océanos. Unos miles de millones de años más tarde, el propio Sol morirá, quemando la Tierra y todo lo que quede de nosotros hasta convertirlo en cenizas.
No hay forma de escapar al espacio. Las propias galaxias colapsarán en agujeros negros en un quintillón de años.
Además, los agujeros negros finalmente liberarán todo lo que han aprisionado como un fino rocío de partículas y radiación, el cual se dispersará en el viento predominante de energía oscura que los separa.
En una variante de la historia, conocida como el “big rip” (“gran desgarro” o teoría de la expansión eterna), la energía oscura al final podría volverse lo suficientemente fuerte como para destrozar las lápidas que marcan nuestras tumbas.
Es por eso que, así como hubo una primera criatura viviente en algún lugar, en algún momento, que emergió del espléndido resplandor del Big Bang, habrá una última criatura en morir, un último pensamiento. Un último ser consciente, como señaló Levin.
Esa idea fue lo que me detuvo en seco. Nunca se me había ocurrido que algún ser individual tendría la última palabra sobre la existencia, la última oportunidad de maldecir o mostrar agradecimiento. Parte del dolor es que nadie sabrá quién, o qué, tuvo la última palabra, o qué se pensó o se dijo. De alguna manera, esa noción hizo que la extinción cósmica fuera más personal y me pregunté cómo sería.
En lugar de quejarse sobre el fin de los tiempos, la mayoría de los físicos y astrónomos con los que hablo dicen que esa idea es un alivio. La muerte del futuro los libera para concentrarse en la magia del momento.
El difunto gran astrofísico, filósofo y evangelista de los agujeros negros John Archibald Wheeler, de la Universidad de Princeton, solía decir que el pasado y el futuro son ficción, que solo existen en los artefactos y la imaginación del presente.
Según ese punto de vista, el universo termina conmigo y, por eso, en cierto sentido, yo tengo la última palabra.
“Nada dura para siempre” es una máxima que se aplica tanto al mercado de valores y las estrellas como a nuestras vidas y los mandalas de arena budistas. Un soplo de eternidad puede iluminar toda una vida, quizás incluso la mía.
Pase lo que pase en los interminables eones venideros, al menos estuvimos aquí para la fiesta. Estuvimos aquí en el breve y resplandeciente fragmento de eternidad, cuando el universo rebosaba de vida y luz.
Siempre tendremos la Vía Láctea.