A Boukdir le preocupaba que su bebé muriera, como sucedió con muchos de sus vecinos solo dos días antes, cuando el viernes se produjo un terremoto en lo alto de un valle en la cordillera del Atlas, que hizo crujir el concreto, arrojó gigantescas rocas por las laderas rocosas y sepultó a la gente en sus casas de adobe y piedra.
El sismo, el más potente que ha sacudido Marruecos en más de un siglo, mató a más de 2900 personas, la mayoría de ellas en las pequeñas aldeas diseminadas por las montañas cercanas a la ciudad suroccidental de Marrakech.
El valle donde vive Boukdir, en la provincia más alejada de Taroudant, está a unos 80 kilómetros del epicentro, pero solo se puede llegar a él recorriendo sinuosos caminos de tierra durante horas. Los habitantes aseguran que el terremoto mató a 80 personas, entre ellas tres vecinos de Boukdir. Ahora están enterrados en el cementerio local bajo piedras y zarzas.
“Solo esperaba seguir con vida”, afirmó Boukdir, de 32 años en voz baja. “Tenía mucho miedo de que el trauma que sufrimos matara al bebé”. Su familia pensaba lo mismo.
Muchos de sus familiares rompieron en llanto en el terraplén donde se habían detenido, una zona que por lo general sirve de granero del pueblo, donde los habitantes cultivan maíz y trigo junto con almendras y nueces. Desde entonces, se ha convertido en un campamento de personas sin hogar, lleno de refugios improvisados en los que cada familia ha colgado lonas para protegerse y proteger las escasas pertenencias rescatadas de los escombros de sus hogares. Aquí es donde Boukdir ha estado durmiendo, en una alfombra tendida sobre la tierra, desde que ella y su familia huyeron en busca de seguridad.
“Sabíamos que, si se quedaba aquí, moriría”, comentó su cuñado Lahcen Bel Haj. “No había nada seguro”.
La guiaron por el camino de arena, sorteando las rocas que habían botado por la escarpada ladera rosa de la montaña como pelotas gigantes que rebotan por escaleras empinadas, aplastando todo a su paso. Una de ellas había atravesado un muro de ladrillo y se había estrellado contra el cuarto de baño de un vecino. Desde la carretera se veía el lugar donde se posó, flotando junto a un pequeño lavabo, con su puntiaguda parte superior reflejada en el espejo de marco rosa.
El camino hacia la seguridad era nuevo, pero no estaba terminado. Los obreros de la construcción utilizaban excavadoras para despejar el enlace vital con el mundo exterior y ayudar. Mientras tanto, los burros bajaban a los heridos y transportaban ayuda.
Boukdir y su familia pasaron por el punto de recogida de alimentos donados para Ameguerniss, el poblado más afectado del valle, a una hora de camino montaña arriba. Las historias de allí son las más lúgubres: 36 muertos que ahora están enterrados en un campo deportivo porque eran demasiados para el cementerio.
Boukdir se detenía de vez en cuando, desesperada. “Lloraba y decía que no podía continuar”, narró Brahim, quien había pasado gran parte de su matrimonio lejos, en la ciudad costera de Agadir, trabajando como conductor de excavadoras en obras de construcción. El destino quiso que dejara su trabajo tres días antes del terremoto para estar más cerca de su familia.
De manera que, el viernes por la noche, cuando se celebró una gran cena familiar en la casa de su infancia, que él y su padre habían construido, estaba presente. Cuando se produjo el terremoto, la mayor parte de su familia estaba en el patio, pero su hija de 8 años, Ilham, se había quedado dormida dentro de la casa y estaba atrapada bajo el techo y una pared inclinada. Dos familiares la habían ayudado a salir, entre ellos su tío Lahcen, uno de los pocos habitantes que, atraído por las llamadas de socorro, desestimó las réplicas para aventurarse de nuevo entre los escombros. “Mi único objetivo era salvar a la gente”, dijo. Salvó a ocho vecinos y recogió algunas mantas para los miembros de su familia, para que no se congelaran en las noches frías.
Ahora están amontonadas en su refugio del campo, junto con los pocos muebles que lograron salvar de sus casas demolidas: tres mesitas, algunas teteras y una estufa con su cilindro de gas. La han estado utilizando para hacer té, que les ofrecen a los visitantes junto con fruta en un plato intacto de los que casi no hay.
Brahim, de 38 años, y su primo ayudaron a Boukdir a bajar por un sendero rocoso, a cruzar un arroyo que anegaba el camino y a bordear un acantilado antes de que, una hora y media después, llegaran por fin a un claro arenoso. El lugar había albergado partidos de fútbol, pero desde el sábado se ha convertido en un depósito de las crecientes donaciones del valle. Bolsas de ropa, mantas, colchones y almohadas se alzaban en pilas gigantescas. Ahora autos y camiones navegan entre ellas, entregando más artículos.
En su mayoría, los donantes son compatriotas marroquíes que, al enterarse de que el gobierno aún no había llegado con la ayuda, se movilizaron para ayudar, viajando en muchos casos durante horas en auto por todo el país. Algunos en Marruecos han empezado a criticar el movimiento diciendo que, aunque está inspirado en buenas intenciones, se están aprovechando, está mal organizado y no es sostenible.
Brahim no lo considera así.
“Es reconfortante sentir que tenemos otros hermanos que ni siquiera conocemos y que nos están ayudando en nuestros momentos más oscuros”, aseveró. En lo que respecta al gobierno, añadió: “¿Dónde están?”.
Un grupo de la ciudad de Oulad Teima, al suroeste, había llegado con suministros. Rápidamente subieron un colchón a la parte trasera de su camioneta para Boukdir, que se ubicó incómodamente sobre él. Para entonces, ya había oscurecido. Se tapó la cabeza con una manta y lloró en voz baja mientras la camioneta subía por otro camino ventoso.
El único camino de arena no era adecuado para emergencias. Con pocos lugares donde detenerse, cada encuentro cara a cara con un vehículo cargado de ayuda que llegaba requería muchas maniobras de peligro y muchos controladores de tráfico improvisados. En un momento dado, el camión esperó 40 preciosos minutos antes de pasar, dijo Brahim.
Una ambulancia se reunió con ellos parte del camino montaña abajo y los trasladó al valle.
Brahim sostenía a Boukdir de la mano.
“Solo pensaba en salvar a mi esposa”, dijo.
Poco después de llegar al hospital, dio a luz a una niña. Cuando la enfermera levantó a la bebé y su madre vio que estaba viva, se sintió aliviada.
“Me sentí muy feliz”, afirmó Boukdir, besándose los dedos y posándolos luego en los labios de su bebé, que ahora dormía a su lado, con un gorrito blanco sobre su cabecita suave.
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La llamó Fátima Zahra. En la línea para marcar el peso de Fátima en su certificado de nacimiento, el asistente se limitó a escribir “bien”.
En medio de tanta muerte, había una nueva vida en el valle.