Fue tomada por un fotógrafo colaborador de la AFP el 21 de octubre, hacia las 11 de la mañana, en la playa de Itapuama, en Cabo de Santo Agostinho (estado de Pernambuco).
Everton Miguel dos Anjos, de 13 años, se había sumado ese día junto a sus cuatro hermanos y varios primos a centenares de voluntarios que retiraban los residuos de crudo esparcidos por la arena o incrustados en la roca.
Entró al mar con una camiseta, pero se la sacó cuando vio su cuerpo ennegrecido. Se confeccionó entonces una especie de túnica con una bolsa para la basura.
El joven brasileño le contó al fotógrafo que su madre, que administra un bar en la costa, lo regañó cuando vio las fotos, publicadas por muchos de los principales medios mundiales.
“Le había pedido permiso para ayudar a limpiar la playa y ella me lo dio, ¡pero a condición de que no me ensuciara!”, confesó Everton.
El ministerio de la Salud recordó la semana pasada que la inhalación de vapores de petróleo o el contacto físico con sus substancias tóxicas era peligroso.
El jueves 25, cuatro días después de que esa foto fuera tomada, solo se veían algunos fragmentos de petróleo en la playa. El ejército había tomado entre tanto el mando de las operaciones de limpieza, prohibiendo la participación de niños. Desde el inicio de la catástrofe, se han recogido unas 1.000 toneladas de crudo, según datos de la Marina brasileña.
El derrame fue observado por primera vez el 30 de agosto en Paraiba (noreste) y se ha detectado desde entonces a lo largo de unos 2 mil 250 kilómetros, llegando a playas paradisíacas de una región pobre y muy dependiente del turismo.
Unas 200 localidades fueron afectadas. Varias oenegés denunciaron la lentitud de reacción de las autoridades y la falta de medios para combatir lo que muchos especialistas consideran como la peor catástrofe ambiental del noreste brasileño.
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