SIN FRONTERAS
Casa de Dios, casa de mis amigos
Entré una vez a la iglesia evangélica Casa de Dios. Una noche antes había tenido un percance en la calle. Sin suficiente dinero en efectivo para pagar la grúa que me remolcaría, por fortuna, pasó un antiguo compañero del colegio, que insistió en darme el complemento. “¿Cómo hago para pagarte?” le pregunté. Me respondió que la noche siguiente estaría en su iglesia, pues habría una celebración especial. Percibí en él un afán para propiciar que me acercara al evento, pues hizo difícil encontrarlo en otro lado que no fuera ese. Pero confieso que en parte acepté llegar ahí, por curiosidad de ver lo que sucedía adentro del lugar que desde entonces, tanto y a tantos atraía. Esto habrá sido hace unos 10 o 15 años.
No recuerdo si lo que había era una de las famosas Noches de Gloria, reconocida por los vecinos de los alrededores, pues con sus millares de visitantes, hacía colapsar el tránsito de regreso a nuestras casas. Desde que se les veía anunciadas en las enormes vallas publicitarias de carretera a El Salvador, era sabido que tendríamos una semana de caos vehicular. Lo cierto es que a pesar de ese enfado, acepté llegar; aunque resuelto de que saldría de inmediato tras echar el vistazo, y pagar lo debido. Reconozco que en ese entonces creía que esa congregación era una especie de secta, de gente ajena a mí y de todo lo que consideraba mío. Cuando entré al lugar, pude ver por primera vez, cuán equivocado estaba. La gente en el lugar, de ajena, tenía poco.
Hubiera pensado previamente que lo que más me sorprendería sería la magnitud del show que montado estaba en la escena. Pero eso, de alguna manera, era predecible y ya lo había imaginado. En cambio, lo que sí fue impactante, fue la cantidad de amigos y personas de mi entorno personal que encontré adentro. Desde la misma puerta, donde como ujier servía una amiga con quien estudiamos en la Universidad Rafael Landívar, hasta una pareja de entrañables compañeros de vida, que estaban en ese momento montados sobre el escenario. La Casa de Dios no era una secta ajena, más bien, una congregación que había atraído a tanto de lo que me es cercano. Es cierto que en esa corta visita intercambié más saludos que cuando voy a una actividad de mis intereses sociales en la actualidad. Y es que, teniendo un pensamiento personal inclinado hacia la izquierda, he decidido guardar cercanía con las raíces de donde crecí. Esto me hace estar, como otros, en los compactos círculos de la sociedad capitalina, sumergido entre amigos conservadores, con quienes diferimos en formas de ver la vida, y en especial, nuestro rol cívico en este ansiado terruño.
Esta semana que recién pasó, la cadena internacional Univisión publicó un reportaje titulado Los magnates de Dios. En él se vincula a la iglesia Casa de Dios, y a su pastor, con la confesa narcotraficante Marllory Chacón. Además, señala como perniciosa la forma en que las megaiglesias modernas —como Casa de Dios— crecen multimillonarias fortunas en países como los nuestros. Países donde muchos habitan en la profunda miseria. En lo personal, me frustra enormemente ver cuánto dinero da la gente para la construcción de templos religiosos. Y considero una bofetada en la cara al Cristo en quien creo, la inversión de tanto dinero para armar un templo opulento.
Pero mientras veo mi red personal de Facebook estallar en reacciones contrarias, por un momento envidio cuán fácil ha de resultar vivir recluido en una de las burbujas ideológicas de la actualidad. Es fácil criticar abiertamente lo que uno considera incorrecto. En cambio, es un reto invitar a la reflexión, mientras se coexiste en un ambiente donde estos templos son casa para algunos de los que más amamos. Qué difícil, Guatemala.
@pepsol