NOTA BENE
¿Celebrar o repudiar?
Doscientos años son muchos, pero no demasiados para un proyecto político. Jimmu, el primer emperador de Japón, fundó la monarquía más antigua, hace 2,681 años. El imperio romano duró 1,480 años (de 27 a.C. a 1453 a.D). En lo que a experimentos democráticos respecta, San Marino presume de ser una república parlamentaria y constitucional desde 301, mientras que Estados Unidos hace alarde de 221 años continuos en democracia.
Los guatemaltecos andamos de capa caída en vísperas del bicentenario de la Independencia. Unos critican al Gobierno por gastar en actos celebratorios en medio de una pandemia; otros asumen una actitud de autoflagelación: les abruma la lista de males pendientes por resolver, 200 años después de la Independencia. Al comparar nuestra realidad contra un parámetro ideal, nuestro país les parece maldito. Una tercera voz, más radical, repudia el pasado. Contagiados del marxismo cultural y las teorías críticas de la raza, sostienen que la firma de la Independencia no eliminó de nuestras vidas la huella española, considerada perversa y opresora. Entre esta tercera voz hay quienes sueñan con propiciar una revolución socialista y totalitaria.
' Y llegamos a los 200 años de independencia.
Carroll Rios de Rodríguez
¿Cómo sería Guatemala si la civilización maya jamás hubiera entrado en contacto con extranjeros? ¿O si fuéramos un estado mejicano, o parte de una federación centroamericana? ¿O si fuéramos prósperos? No sabemos ni podemos cambiar la historia. Tampoco “es el cometido del historiador relatar los sucesos del pasado desde el privilegiado punto de vista del presente”, escriben sabiamente Carlos Sabino y Lorena Castellanos en La independencia y el centenario. Sabino y Castellanos nos exhortan a completar una tarea pendiente: hacer historia de forma desapasionada, realista, humilde, exhaustiva, y buscando la verdad.
El Bicentenario constituye, pues, una invitación para ahondar en los sucesos que llevaron a los protagonistas de aquella época a proclamar la independencia. También nos motiva a revalorar los principios atemporales que los impelían. Pese a los tropiezos, las disputas y los fracasos, es rescatable aquel afán por establecer un gobierno representativo y autónomo, respetuoso de las libertades individuales.
Cada ser humano libre, dotado de un alma, merece respeto; su valor no depende de su condición social o etnia. Esta idea toral se enuncia en Guatemala muchos años antes de la Independencia, encarnada en el grito en defensa del indígena de Fray Bartolomé de las Casas y del obispo Francisco Marroquín, en el siglo XVI. La primera Constitución, de 1825, influida por la Constitución de Cádiz (La Pepa) de 1812, obliga al Gobierno a proteger “el goce de la vida” de los habitantes. Además subraya como derechos del hombre “la libertad, la igualdad, la seguridad y la propiedad”, y prohíbe la esclavitud. A futuro, debemos reafirmar esta promesa a las personas y familias guatemaltecas, a fin de que puedan dirigir sus propias vidas, trabajar y florecer.
Y para florecer se requiere de paz. El himno (1879) felicita a los próceres por lograr “sin choque sangriento” lo que a otros países costó muertos. Castellanos y Sabino narran como un “indudable mérito” el hecho de que criollos y peninsulares, liberales y conservadores pactaran acuerdos pacíficos en pro del orden y de la independencia. Se siguieron años turbulentos, pero este paso inicial indica una predilección por la cooperación basada en la persuasión y no la conflictividad.
¿Qué escribirán los historiadores dentro de 200 años sobre nuestros ideales y nuestras acciones? ¿Trabajamos por la libertad y la paz? ¿Lograremos mejorar sustancialmente la calidad de vida de los guatemaltecos?