AL GRANO

¿Es el caso Zamora otra falla de la justicia?

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Después de varias décadas en la abogacía y en el periodismo me he encontrado con muchas situaciones de incomprensión y frustración; unas, de periodistas; otras, de funcionarios públicos; y, todavía otras, de personas particulares. El común denominador en los dos últimos ha sido una sensación de imposibilidad de hacer valer, en un plazo y a un coste razonables, un reclamo contra una noticia, una crítica, una alusión o una acusación publicada en algún medio de comunicación social que han estimado injusta, infundada, calumniosa o difamatoria.

' La ausencia de instituciones de justicia funcionales en materia de libertad de prensa da lugar a graves distorsiones y frustraciones.

Eduardo Mayora

La Constitución del 85 dispone, entre otras cosas, lo que suele denominarse el “fuero de prensa”; es decir, unas reglas y unos órganos de justicia especiales para conocer de los delitos y faltas cometidos con ocasión del ejercicio de la libertad de emisión del pensamiento e indica que una ley constitucional (la de Emisión del Pensamiento) regula esta materia.

En relación con las críticas, denuncias o imputaciones en contra de los funcionarios públicos, se disponen dos cosas, a saber: primero, que no constituyen delito o falta; y segundo, que un funcionario público que se considere afectado por alguna publicación puede exigir que un tribunal de honor declare que la publicación se basa en hechos inexactos o que los cargos que se le hacen son infundados.

Todo lo anterior ya se regulaba de cierta manera por la Ley Constitucional de Emisión del Pensamiento que, según me parece, como muchas otras leyes, ha sido letra muerta, como suele decirse coloquialmente. Más concretamente, cuando comparo los niveles de incomprensión y de frustración a que me refería al principio con los muy escasos asuntos que se han sustanciado siguiendo los cauces de dicha ley, la desproporción es descomunal.

Esa experiencia personal –que creo compartida por no pocos colegas—, me lleva a pensar que, a lo largo de casi cuatro décadas desde que se promulgó la constitución vigente, se han ido acumulando innumerables hechos y circunstancias percibidas como excesos, delitos o abusos que, simplemente, han quedado sin tutela judicial efectiva, sin debido proceso, sin solución civilizada. No hablo, claro está, de los casos en que una investigación periodística haya desvelado graves indicios de un acto de corrupción pública u otro tipo de ilícito; en estos casos, lo que debe funcionar es la justicia ordinaria.

Así, del lado de la prensa, las incomprensiones y frustraciones se relacionan con todo tipo de barreras a las fuentes de información, de amenazas e intimidaciones, y de mecanismos de estrangulación financiera de los medios. Del lado de los funcionarios públicos las frustraciones pasan por la imposibilidad material de acudir con presteza ante un tribunal de honor funcional que esclarezca los hechos y la existencia o no de fundamento de las críticas y señalamientos. En lo que toca a los particulares y la vida privada de los funcionarios y los políticos, la frustración se traduce en una sensación de que se les ha difamado o injuriado sin la menor posibilidad real de poder llevar su caso ante un jurado constituido con transparencia, independencia y seriedad.

El resultado, creo, ha sido una especie de bomba de tiempo que, tarde o temprano, inevitablemente, explota. Y, una vez más, la cuestión que se impone es por qué los poderes públicos que tienen en su mano reformar las reglas vigentes esperan a que esa metafórica bomba de tiempo explote, en lugar de procurar articular unos medios civilizados para que, todo aquel que se considere afectado en su honor, en su buen nombre o que se considere calumniado, difamado o injuriado, pueda buscar y obtener, después de un proceso transparente ante jurados independientes, un veredicto creíble.

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