ALEPH
Gobernar desde el odio
Hay un Museo del Holocausto en Washington. Un lugar hecho a la medida de un campo de concentración nazi, una réplica de la industria de la muerte a gran escala que Hitler y sus colaboradores practicaron durante el más “perfecto” acto de odio que ha presenciado la humanidad. Desde el primer momento, duele y provoca.
' Esto me hizo recordar las 626 masacres vividas en Guatemala hace 40 años, nuestro propio genocidio.
Carolina Escobar Sarti
No solo duele por lo evidente: por los cuerpos retorcidos y apilados de los millones de judíos asesinados; por las montañas de zapatos y cabello que quedaron como testigos mudos del holocausto; por las miradas de los muertos en vida que trabajaron hasta la muerte en los campos diseñados para su exterminio. Por el recipiente de metal expuesto detrás de una vitrina, joya para las mujeres de Birkenau, porque servía por igual para recibir la sopa, para defecar o para contener el agua que les permitía, a veces, asearse.
Exposiciones como esas duelen y provocan indignación y rabia no solo por lo que denotan, sino por la connotación de cada imagen, testimonio u objeto que traducen el odio y la crueldad humana en su máxima expresión, versus la lucha por la sobrevivencia y la esperanza sostenida. Allí, debajo del famoso rótulo de “Arbeit macht frei” (El trabajo te hace libre) supimos del trabajo como otra forma de genocidio; comenzaban quitándole la identidad a las personas, hasta dejarlas morir de agotamiento e inanición. La llamaron “exterminación a través del trabajo.”
En ese campo de concentración, trabajos forzados y exterminio, más de un millón de personas perdieron la vida: nueve de cada diez eran judíos. Los demás eran homosexuales, discapacitados u opositores, pero todos morían por una misma razón: el odio. Un hombre ensalzado por las multitudes(nunca un tirano llega solo al poder), un megalómano con obvios problemas mentales, inventó que había una raza superior y otra que no era digna de existir. Y le creyeron y callaron, mientras su régimen torturaba y asesinaba a millones por una idea.
Recordé las 626 masacres vividas en Guatemala hace 40 años, nuestro propio genocidio, nuestra propia crueldad, y la importancia de la memoria. Matar intencionalmente nunca es un acto de amor, siempre es un acto de odio. Odio que dejó acá más de 200 mil muertos y 45 mil desparecidos; inenarrables torturas vividas, muchas de ellas en personas de pueblos originarios; vientres abiertos, mujeres violadas, jóvenes empalados y niños lanzados vivos a las fosas comunes. Pienso en el odio que no hemos logrado superar como sociedad y que aún nos tiene quebrados, porque mientras otros holocaustos se recuerdan, una y otra vez, para que cada generación vea de frente el horror y la luz, aquí lo seguimos negando. Ninguna paz verdadera se construye sobre un engaño.
Hannah Arendt habló de la “banalidad del mal”, en el famoso juicio a Eichmann: “¿No nos parece un pensamiento muy vivo, cada vez que aparece un asesino, un maltratador, un violador en las noticias y oímos a sus vecinos diciendo eso de «es increíble, era una persona normal, ¡¿quién lo iba a decir?!». Pensemos, pues, en esas personas «normales» capaces de cometer actos atroces. (…) Pensemos en las personas que no se consideran culpables de forma individual de un mal colectivo, aunque hayan participado o formado parte de alguna manera en él, que piensan que sus actos son solo un insignificante grano de arena, que únicamente obedecen y ejecutan los planes trazados por «los de arriba». Pensemos en los que se ven a sí mismos como un mínimo eslabón sin poder de decisión y, por tanto, sin responsabilidad en una cadena mucho mayor en la que hay otros por encima que son los que deben rendir cuentas y dar explicaciones. (…) en esa obediencia sin reflexionar sobre las consecuencias de los mandatos, en esa forma de trivializar las actuaciones propias que, sumadas, llevan al mal final, en ese pensar «qué más da lo que yo hago si no tiene importancia…», en ese «pero si yo solo soy una persona normal…», ¿hay culpa?”.