Hagamos la diferencia

Guatemala, entre basura, aguas negras y licencias ambientales

Decisiones que nos condenan al retroceso ambiental

En un planeta donde la agenda ambiental se acelera, Guatemala parece ir en sentido contrario, actuando como si los ríos fueran inagotables, los bosques eternos y el tiempo no tuviera consecuencias. Cuatro hechos recientes resumen esa peligrosa indiferencia: la anulación del acuerdo que obligaba a separar la basura en origen, el retraso crónico en la emisión de licencias ambientales, la ampliación del plazo para cumplir con ellas y el incumplimiento generalizado de las municipalidades en construir plantas de tratamiento de aguas residuales.

Mientras el mundo avanza hacia la sostenibilidad, Guatemala opta por retrasar, anular y evadir sus responsabilidades ambientales más básicas.

A esa lista de despropósitos se suma una estocada desde el Congreso de la República: la aprobación del decreto 9-2025, que reforma la Ley de Protección y Mejoramiento del Medio Ambiente y exonera de presentar estudios de impacto ambiental (EIA) a iglesias, instituciones benéficas, profesionales independientes y ventas informales. En apariencia se busca aliviar cargas a pequeños actores, pero el fondo del asunto es más grave: se está desmantelando el sistema de control ambiental del país.

Cada una de estas decisiones tiene consecuencias reales. Anular la obligación de clasificar los desechos perpetúa la cultura del desperdicio y mantiene a Guatemala entre los países con vertederos más contaminantes de la región. Retrasar licencias ambientales es, en los hechos, una licencia para seguir contaminando. Y permitir que las municipalidades ignoren su deber de tratar las aguas negras es una forma de autorizar el envenenamiento de nuestros ríos y lagos, los mismos que sostienen la vida, el turismo y la agricultura.

La comparación con países más avanzados duele. Alemania, Suecia o incluso Chile ya entienden que separar la basura, tratar las aguas y cumplir con evaluaciones ambientales no es un lujo verde, sino un requisito para vivir con dignidad. Aquí, en cambio, seguimos debatiendo lo obvio: si debemos o no cumplir la ley, si cuidar el ambiente es rentable o si proteger un río vale más que un voto.

El problema no es la falta de leyes. Guatemala cuenta con marcos normativos suficientes para ser ejemplo regional. Lo que falla es la coherencia, la voluntad y la ética pública para aplicarlos. ¿Qué mensaje envía un Estado que anula la separación de desechos cuando el mundo apuesta por la economía circular? ¿Cómo hablar de sostenibilidad si se amplían plazos para licencias y se exonera a grupos de su cumplimiento? ¿Cómo exigir conciencia ciudadana si el propio Estado la evade?

Las consecuencias están frente a nuestros ojos: deforestación desbordada, fuentes de agua contaminadas, pérdida de biodiversidad y ciudades que se ahogan en su propia basura. Pero tal vez lo más grave no sea la contaminación visible, sino la contaminación moral que genera acostumbrarnos a la negligencia y al conformismo ambiental.

Guatemala no carece de diagnósticos ni de talento técnico. Lo que falta es carácter político y sentido de nación. La protección ambiental no puede seguir tratándose como un tema decorativo, ni como un obstáculo para el desarrollo. El verdadero atraso está en quienes creen que se puede progresar destruyendo lo que nos da vida.

Como ciudadano y como agrónomo, me niego a aceptar que la indiferencia sea nuestra nueva política ambiental. No podemos seguir disfrazando la irresponsabilidad con palabras como “facilitación”, “simplificación” o “prórroga”. Lo que necesitamos no son más excusas, sino más coraje para aplicar la ley con justicia y visión de futuro.

La historia nos juzgará no por los discursos, sino por las decisiones que hoy estamos posponiendo. Cada norma anulada, cada plazo extendido y cada obligación incumplida es un ladrillo más en el muro del fracaso ambiental. Y ese muro, más pronto que tarde, caerá sobre todos nosotros. Porque el costo del silencio y la indiferencia no lo pagarán los políticos, sino nuestros hijos.

ESCRITO POR:

Samuel Reyes Gómez

Doctor en Ciencias de la Investigación. Ingeniero agrónomo. Perito agrónomo. Docente universitario. Especialista en análisis de datos, proyectos, educación digital. Cristiano evangélico.