NOTA BENE
Iglesia y Estado
La competencia entre el poder eclesiástico y el poder político, afirma Lord Acton, es un importante logro de la civilización judeocristiana y un garante de la libertad individual. Dado que las autoridades eclesiásticas no están supeditadas al gobernante de turno, ponen límites efectivos al gobierno y amplían la esfera de la libertad individual. La política fue desacralizada cuando se delineó lo sacro como algo distinto del monarca y su poder. Gracias a esta idea, las personas, a la vez ciudadanos y fieles, son más deliberantes y exigentes respecto de su autonomía personal.
Por eso, el filósofo francés Rémi Brague insiste que no hace falta separar algo que no es posible unificar. No obstante, tanto Acton como Brague conceden que algunos gobernantes intentan instrumentalizar la religión. Es la tentación de Constantino, dice Brague. A veces, quienes ostentan el poder quieren endiosarse o mitigar potenciales conflictos con líderes religiosos. Politizar la fe acarrea consecuencias negativas para las iglesias y para los fieles. Los actos de dudosa calidad moral, los nacionalismos estrechos, los odios y las rivalidades temporales son francamente incompatibles con el universal mandamiento del amor. Por otra parte, el cristianismo exige del fiel una adhesión libérrima, con lo cual coaccionar la religión por medios políticos constituye un contrasentido.
' Ojo con el poder ilimitado, no la religión.
Carrol Ríos de Rodríguez
Una forma concreta de delimitar la separación es a través de negociaciones o concordatos, como el suscrito entre el gobierno de Guatemala y el Vaticano, ratificado en 1854. Nuestra Constitución afirma que todos los ciudadanos somos libres de practicar la religión o creencia de nuestra elección y que las iglesias gozan de personalidad jurídica y pueden poseer y administrar bienes inmuebles con fines educativos, caritativos y de culto. En cambio, la primera enmienda a la constitución estadounidense prohíbe a las autoridades federales emitir regulaciones que limiten la libertad religiosa. Los estados podían adherirse a un credo oficial y simultáneamente respetar a las minorías que observaban otras creencias.
Hoy, algunas voces a favor de la separación Iglesia-Estado quieren desterrar toda mención de Dios de la vida pública. Ese no es el ideal histórico. Al invocar a Dios, nuestros constituyentes tenían prevista una nación en la cual creyentes y no creyentes conviven en paz. No previeron una sociedad que destierra toda manifestación pública de fe, ni tampoco la exigencia que todo miembro de la clase política sea ateo o agnóstico.
Un discurso político que cierra con la frase «que Dios los bendiga» es inofensivo mientras permanezcamos libres. El verdadero problema no es la religión, sino el abuso del poder. Por lo menos en papel, un cristiano practicante electo a un cargo público debería respetar los derechos básicos de los gobernados, en virtud de su fe y de las leyes del país. Se debe a los electores y a Dios. Rinde cuentas acá y Allá. Conocer las inclinaciones religiosas del candidato es un insumo relevante al votante, así como percibir su falta de consecuencia. Tampoco está de más tener discusiones abiertas sobre las ramificaciones morales de las políticas públicas, aun cuando las posiciones encontradas lucen insolubles, como ocurre con el aborto.
La sociedad perdería mucho al forzar a los creyentes a recluirse en las catacumbas apartados de la vista pública y silenciados. En vez de construir muros entre las iglesias y los palacios de gobierno, lo que tendríamos que hacer es fortalecer las instituciones culturales y legales que garantizan la libertad de conciencia y de religión. Es desde la libertad que se procura la convivencia pacífica dentro de una sociedad plural.