MIRAMUNDO

La cobardía del gobierno nicaragüense

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Cuando un gobernante empieza a abusar y no halla obstáculos, la única dinámica es seguir en esa espiral hasta que, como la historia lo recoge, se cae en situaciones sin parangón al desprecio absoluto al derecho ajeno. La historia latinoamericana está llena de episodios donde dictadores han procedido a la destrucción de su pueblo, las instituciones y de su propia población.

Personajes como Ubico o Ríos Montt en Guatemala, Trujillo en la Dominicana, Duvalier en Haití, Carías Andino en Honduras, Somoza en Nicaragua, Videla en Argentina, Stroessner en Paraguay, Pinochet en Chile, Morales-Bermúdez en Perú, Batista y Castro en Cuba, solo por mencionar algunos, nos enseñan cómo la historia recoge acciones y omisiones dolosas desde el poder para callar a las voces opositoras y condenar al exilio, la desaparición o la muerte a quien es molesto, lográndose de forma paralela reunir poderes descomunales y revertir la función del Estado; en vez de proteger logran destruir.

El 10 de diciembre de 1948, los pueblos del mundo, horrorizados de la II Guerra Mundial, conociendo que la sed de dictadores como Hitler y Mussolini tuvieron gran injerencia en la causa de la muerte de millones de personas, se firmó la Declaración Universal de Derechos Humanos, un texto por el cual se reconocen y listan una serie de derechos con el objeto de garantizar en el planeta su compromiso de protección, jugando en primer término las Naciones Unidas un papel clave para su salvaguarda, y luego también fueron creados los sistemas regionales. “Todo ser humano tiene derecho, en todas partes, al reconocimiento de su personalidad jurídica”, dice el artículo 6, y el 15 señala: “Toda persona tiene derecho a una nacionalidad. A nadie se privará arbitrariamente de su nacionalidad ni del derecho a cambiar de nacionalidad”. Constituyen compromisos universales. Por su parte, el artículo 20 de la Constitución nicaragüense afirma: “ningún nacional puede ser privado de su nacionalidad”.

' En el Protocolo de Tegucigalpa los países del área se obligaron a consolidar la democracia.

Alejandro Balsells Conde

Daniel Ortega y su esposa, Rosario Murillo, que también juega de vicepresidenta, decidieron embarcar en un vuelo hacia Washington a decenas de opositores que purgaban prisión injusta, y a los ya exilados, también por decenas, les retiraron su nacionalidad y confiscaron sus bienes, bajo el pretexto de que hablar de democracia y derechos humanos en aquel país es traicionar a la patria.

Ortega encarna, incluso de peor forma, los oprobios de la dictadura de Somoza, y es tal su vocación totalitaria que cuenta con un sistema judicial servil y una Asamblea Legislativa subordinada. El seudoconstitucionalismo nicaragüense llega a niveles pocas veces visto y, por supuesto, traiciona el legado de Augusto C. Sandino.

En el Protocolo de Tegucigalpa los países del área se obligaron a consolidar la democracia, impulsar un régimen de libertad y el respeto irrestricto de los derechos humanos. Si bien los vientos autoritarios soplan en la región, es impostergable la censura y condena de los gobiernos centroamericanos a lo hecho por Ortega y sus émulos, salvo que en el fondo lo envidien. España y Chile han tenido posiciones más solidarias con el pueblo nicaragüense que los propios gobiernos centroamericanos, y ambos países son gobernados por partidos de izquierda, lo que enseña que el tema ideológico se enarbola para engañar a incautos. Lograr la censura a Daniel Ortega y Rosario Murillo constituye una obligación ética, moral y política para los gobiernos de Centroamérica si pretenden concretar la tan cacareada integración regional.

En Nicaragua, las universidades, la iglesia Católica y organizaciones defensoras de derechos humanos son vistas como enemigos, con el silencio sepulcral de los gobiernos centroamericanos, lo cual desnuda una carencia absoluta de voluntad en defensa de principios universales de convivencia y plasma con letras mayúsculas la cobardía cometida desde el poder.

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