AL GRANO

La intolerancia se destruye a sí misma

Me refiero a una serie de hechos violentos contra periodistas y medios de prensa que, muy probablemente, reflejan una cierta mentalidad. Salgo al paso de quienes afirman que veo a la prensa de dos maneras, a saber: siempre, bienintencionada; y, aunque se equivoque, como víctima. Nunca, a lo largo de casi cuarenta años de haberme expresado en sus páginas y de haber formado parte de consejos editoriales he tenido esa imagen de los medios de comunicación social.

' Las libertades de prensa y de emisión del pensamiento son presupuestos de la ciudadanía.

Eduardo Mayora Alvarado

Como en todos los senderos de la vida, en los del periodismo hay profesionales serios y responsables y otros que no lo son. Hay equipos rigurosos que investigan a fondo y procuran presentar todas las aristas de los asuntos en que se enfocan, y otros que lo hacen con superficialidad y, a veces, hasta frivolidad. Hay plumas que destilan tinta y otras que destilan veneno; hay periodistas heroicos y otros que mancillan la libertad de prensa al conducirse como extorsionistas o mentirosos.

Y es por eso que las leyes del Estado, desde las fundamentales hasta las que prevén los meros procedimientos, deben establecer con claridad los límites y regular las instituciones adecuadas para determinar, a la luz de los hechos, cuándo alguna publicación ha rebasado las fronteras de lo legal o de lo ético y razonable.

Las normas jurídicas en esta materia en nuestro país son, a la vez, obsoletas e imprácticas. Prevén la conformación de jurados de imprenta que jamás se integran y derechos de aclaración y de respuesta sin la necesaria precisión y detalle, dejando abiertas las puertas a interpretaciones restrictivas o laxas, dependiendo del lado en que el intérprete se ubique.

Pero, cuando de la libertad de emisión del pensamiento y de la libertad de prensa se trata, la culpa y responsabilidad por todas esas omisiones y deficiencias legislativas e institucionales deben atribuirse a quienes corresponde: a los titulares de los órganos del Estado, cada uno, en el ámbito de su competencia. La culpable no es la prensa ni los responsables los periodistas.

En defecto de normas e instituciones que definan los límites caso a caso, la solución no puede ser la intolerancia. La intolerancia se destruye a sí misma en el largo plazo, pero, en el corto y en el medio plazos, deja una cauda lamentable de víctimas directas e indirectas. La más importante de ellas es la ciudadanía que, ante la violencia, la persecución e intimidaciones sufridas por los periodistas, queda condenada a vivir en la penumbra, cuando no en la oscuridad.

Sin información sobre los asuntos de la vida pública, no cabe hablar de democracia. ¿Cómo se forma un ciudadano una opinión para el ejercicio consciente de sus derechos civiles sin contar con esa información? La profesión de los periodistas es, en buena parte, recabar, ordenar y decantar de los innumerables hechos y acontecimientos de la vida pública el sustrato que puede permitir a un ciudadano entender cómo debe ejercer sus derechos civiles, por quién votar.

Sufre también la cultura. ¿Cómo puede florecer la cultura en un ambiente de intolerancia? ¿cómo germinan y circulan las ideas y se forjan propuestas para enfrentar los retos del desarrollo integral de la persona sin contar con una ventana a la realidad social y política del Estado?

Y, por todo eso, después de una pérdida neta de civilización, a la intolerancia la libertad de pensar y de publicar lo que se piensa, de investigar y reflejar la vida social y política, le dice “no”. ¿No debieran los titulares de los órganos del Estado actuar, más bien, para proteger dentro de sus límites razonables esas libertades en lugar de asumir una actitud de intolerancia?

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