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La vida y la muerte
Decía Philippe Ariès, uno de los grandes historiadores del siglo XX, autor de El hombre ante la muerte: “El olvido constituye la muerte verdadera, completa y definitiva”. Por esta razón los griegos idearon una inscripción sepulcral en contra del olvido, el epitafio.
' El ser humano naturalmente se resiste a pensar que un día dejará de existir en este mundo.
Brenda Sanchinelli
Recientemente visité un camposanto precioso, con lindos jardines y mausoleos que eran una verdadera obra arquitectónica. Pero mi atención se centró en los escritos en algunas lápidas, que describían la actitud en vida de quienes yacían en las tumbas. “En memoria de nuestro querido Julio, al cual siempre recordaremos por su amabilidad y sincera sonrisa”. “Abuelita gracias por tu inmenso amor”. “Ramiro fuiste el mejor padre del mundo”. Leía yo decenas de pensamientos mientras caminaba. No podía dejar de pensar en esas personas que ya no están vivas pero dejaron una huella en otros seres humanos.
Ellos vivieron su propia vida, pero a lo largo de su existencia y con sus actitudes marcaron el destino de alguien más. Esas frases que describían la personalidad de un ser humano que pudo haber hecho mucho bien a los demás o también pudo haber destruido la vida de otros. ¿Dónde están ahora esas almas? Es decir, su individualidad (pensamientos, conocimientos, voluntad y sentimientos).
El único rastro material que queda de ellos en este mundo es su cuerpo, que se convertirá en polvo, y una fría lápida de mármol con su nombre, que marca la fecha de nacimiento y muerte. Sin embargo, las acciones buenas o malas que tuvieron están vivas aún en la mente y en el corazón de quienes los conocieron. Los cementerios son lugares capaces de evocar profundas reflexiones sobre la vida y la muerte. El ser humano naturalmente se resiste a pensar que un día dejará de existir en este mundo, e incluso hay etapas de la vida en las que inconscientemente nos creemos eternos e infalibles. Sin embargo, la realidad es muy diferente, el tiempo vuela y dejamos pasar los momentos y las personas más importantes, por cosas vanales o momentáneas que al final no valen la pena. El trabajo absorbe gran parte de nuestra vida y hacerlo compulsivamente a costa de abandonar el amor de la familia se lamentará en el futuro.
Y es que, por muchas hectáreas de tierra que alguien posea en esta vida, no podrá ocupar más de dos metros cuadrados al morir. Si tiene clósets llenos de ropa solo podrá llevarse un traje puesto y ni siquiera podrá usar sus zapatos favoritos. En cuanto a las joyas, seguramente los familiares preferirán conservarlas para que las use alguien que esté vivo.
Al final todo aquello por lo que trabajamos vehementemente se convierte en nada cuando estamos frente a la muerte. En Mateo 6:19 dice: “No os hagáis tesoros en la tierra, donde la polilla y el orín corrompe y donde ladrones minan y hurtan; más haceos tesoros en el cielo, donde ni polilla ni orín corrompe, y donde ladrones no minan ni hurtan. Porque donde estuviere vuestro tesoro, allí estará vuestro corazón”.
El que invierte su tiempo en vida para dedicarlo a la justicia, el amor, la misericordia, la bondad y la piedad entonces estará haciendo tesoros para su vida eterna. Después de la muerte las oportunidades se acaban, luego solo queda el juicio eterno. En nuestro breve paso por la tierra todos intentamos dejar una huella y es importante poner en perspectiva las vicisitudes mundanas que podrían ocupar nuestra atención en exceso, en contraposición a dedicarnos a hacer el bien a los demás, invertir tiempo en experiencias y actividades que nos construyan como seres humanos, que nos hagan crecer no solo intelectualmente, sino también moral y espiritualmente.