ALEPH
Las manos de mi madre y mis hermanas
Le dije que no hiciera el fiambre, porque a sus 99 años y medio esa podía ser una tarea titánica. Muy seria, me dijo que haría menos cantidad, pero que ni siquiera pensara que podría cancelar algo tan importante para ella. Insistí, le dije que podíamos comprarlo en un par de buenos lugares, pero su respuesta fue categórica: “A mí no me vas a hacer comer un fiambre que quién sabe cómo está hecho y con qué ingredientes. El día que yo no pueda, dejaré de hacerlo, pero eso no sucederá esta vez. Además, tus hermanas dijeron que me ayudarían”.
' Ofrendo estas palabras a quienes me ofrendaron alimento y siguen haciéndolo.
Carolina Escobar Sarti
Originalmente, el fiambre surgió como una comida de ofrenda. Y eso es lo que sigue haciendo mi madre con cada una de las cosas que salen de sus manos y de su corazón. A pesar de ser una mujer que trabajó toda su vida fuera de casa y con números, nos marcó para siempre con su cocina, especialmente en tres momentos únicos de cada año: Semana Santa, el Día de los Santos Difuntos y Navidad. En esos momentos podemos recordar que somos familia y agradecer que aún mi madre está entre nosotros. Y aunque no siempre esos rituales los hayamos vivido de la misma manera ni somos siempre las mismas personas acompañándonos, su ofrenda sigue siendo gigante.
Inevitable no traer a la memoria fragmentos de la canción de Carabajal que a veces paso horas tarareando: “Las manos de mi madre parecen pájaros en el aire, historias de cocina entre sus alas heridas de hambre”. Inevitable, también, extender mi canto a mis tres hermanas mayores, quienes, tantas veces, me han alimentado de distintas maneras a lo largo de mi vida. Para el fiambre pican las verduras y las carnes, aprendiendo de mi madre el secreto del caldillo, pero sus manos están de distintas maneras en todo mi caminar.
Celebro también que mi madre y mis hermanas no hayan usado sus manos solo para los oficios tradicionalmente asignados a las mujeres, porque todas son profesionales en otras áreas. Sin embargo, siempre adoro los olores que salen de sus cocinas. También celebro aquí las manos de las mujeres que ya no están, desde mis amadas abuelas hasta las de la querida Fidelia, quien me acompañó los primeros 12 años de vida y mantuvo la casa llena de aromas inolvidables. Nuestra memoria es olfativa y yo ofrendo estas palabras a quienes me ofrendaron alimento y siguen haciéndolo. Sobre todo a mi centenaria madre, a quien ya le dijimos que el fiambre le salió mejor que el año pasado, tal como decía mi padre.
Según la tradición guatemalteca, el fiambre es el hilo que une a los vivos y los muertos, y surge específicamente durante la Colonia, entre los siglos XVI y XVII. Es representativo del sincretismo de las culturas que definen nuestra gastronomía, e incorpora ingredientes de la cocina maya, hispana y árabe, según explica en una entrevista Ericka Anel Sagastume, investigadora a cargo del área de gastronomía tradicional en el Centro de Estudios de las Culturas en Guatemala (Ceceg) de la Digi-Usac.
Por primera vez, el fiambre como platillo aparece en las crónicas de la ciudad que datan del siglo XVII, cuando el fraile Tomas Gage viajó por Guatemala entre 1625 y 1638. Luego, Pepe Milla, en su libro Cuadros de costumbres, escrito entre 1861 y 1862, lo describe también: “Fiambre, en buen castellano, es un adjetivo que significa el asado o cocido que se ha dejado enfriar para comerlo así. Entre nosotros es un sustantivo que designa un plato eminentemente nacional, compuesto de muchas hierbas y de muchas carnes, que se come frío también, de donde probablemente le viene el nombre”.
Para mí, el fiambre llegó de las manos de mi madre, primero, y de las de ella y mis hermanas, después. Son manos que se brindan y, como dice la canción, cuando eso sucede “todo se vuelve fiesta, cuando ellas juegan junto a otros pájaros. Junto a los pájaros que aman la vida (…) y lo cotidiano se vuelve mágico.”