Fundamentos
Los festejos revolucionarios de octubre
Las revoluciones terminan como el dios Cronos, devorando a sus propios hijos.
Toda sociedad tiene sus símbolos, sus próceres, sus momentos fundacionales. Aquellos que suelen perpetuarse son los que llegan a entrar en el calendario anual de las celebraciones oficiales, acompañados de sus correspondientes asuetos. Este el caso de la Revolución de 1944, que puntualmente y año con año es celebrado en el mes de octubre por una parte de la comunidad guatemalteca. Como toda celebración asociada a un evento político de gran trascendencia, no deja de generar polémica y discusión, pues en estos eventos suele haber ganadores y perdedores.
Con ese pecado capital la revolución manchó sus manos con sangre propia.
Todo proceso revolucionario genera expectativas y un cierto consenso generalizado allí cuando se producen como consecuencia de un régimen que ha perdido toda legitimidad social. Pero también es cierto que la historia demuestra que estas mismas revoluciones, que convocan y movilizan a distintos segmentos de la sociedad, terminan quebrándose o hundiéndose por el peso de sus propias contradicciones o dinámicas de poder. En sentido figurado, las revoluciones terminan como Cronos, el dios griego del tiempo, que se devora a sus propios hijos. La revolución guatemalteca de 1944 no ha sido la excepción.
Siendo un proceso revolucionario con características muy especiales, como el hecho de que fue llevado a cabo por las clases medias profesionales urbanas o en el que no hubo más que algunos episodios de violencia muy focalizados, este contó con el apoyo de un amplio espectro del abanico político del país. Salvo los liberales, que fueron expulsados del poder y que se extinguieron al poco tiempo, a la revolución se sumaron grupos conservadores y movimientos de izquierda casi por igual. Durante los primeros años, ese consenso permitió que se fundaran instituciones importantes, algunas de ellas de cosecha propia y otras copiadas de países vecinos, como fue el caso del seguro social costarricense o el código de trabajo de la Nicaragua de Somoza.
Sin embargo, el consenso fue roto de manera dramática. Un asesinato político que eliminó a una de las figuras claves del proceso revolucionario, el coronel Francisco Javier Arana, fue el detonante de ese rompimiento. Con ese pecado capital, la revolución manchó sus manos con sangre propia. A partir de allí una minoría radical y convertida a ideologías importadas tomó el control del proceso político y buscó ser el interprete oficial de la revolución. El resto es historia. El propio doctor Arévalo, en 1964, en un documento muy revelador, pero poco divulgado por la historiografía nacional, tomó distancia de su sucesor en el poder, Jacobo Arbenz, a quien atribuía haber dado al traste con la época de cambios, debido a haber entregado la revolución a un círculo de extremistas.
Hoy se celebra de nuevo y con nueva iconografía la revolución de octubre. No es la primera vez que con gran entusiasmo se acogen las celebraciones desde el poder mismo. Julio César Méndez Montenegro se definía como el tercer gobierno de la revolución; Alvaro Colom hizo un tanto igual. El gobierno actual capitaliza el hecho de la concurrencia de padre e hijo en la conducción del Estado. Pero las conmemoraciones corren el riesgo de ser, de nuevo, un festejo de solo una parte de la sociedad y no necesariamente el reflejo de ese consenso inicial que reinó en los primeros meses de la revolución. Mientras no se supere el ánimo de querer celebrar en los discursos y en las imágenes solo a unos y no también a los otros, la historia continuará presentando esas grietas sociales y políticas que son tan usuales en nuestro país.