Pluma invitada

Recuerdos de Asturias a 50 años de su partida

El autor, sobrino de Miguel Ángel Asturias, rememora los últimos días de quien recibió en 1967 el Premio Nobel de Literatura.

Hace 50 años, el corazón de Miguel Ángel Asturias se detuvo para siempre a las dos de la tarde de Madrid del domingo 9 de junio de 1974. Fue ya el momento del dolor, del llanto y desconsuelo. Pronto la noticia se regó. El premio Nobel de Literatura guatemalteca, que dio a conocer al mundo la cultura maya y mestiza, se había convertido en un lucero del cielo, estrellado por las luminarias de grandes hombres y mujeres de todos los tiempos.


Mi tío Miguel Ángel Asturias me refirió en una carta, seis meses antes de morir que en enero partiría para Senegal a un coloquio sobre África y América Latina en sus relaciones literarias; y que luego iría a Tenerife, para dar una conferencia. Pero de regreso a París, a su paso por Madrid, su salud se agravó y fue llevado al hospital de la Concepción. Su estado preocupaba a su familia, a sus amigos y al mundo de la literatura, especialmente hispana. El hombre que vivió una vida plena estaba por reconciliarse con la muerte.


Durante casi un mes estuvo cariñosamente cuidado por las monjas de ese hospital; su esposa, Blanca, de nacionalidad argentina, y su hijo Miguel Ángel, ingeniero radicado en Buenos Aires. Todos los días, el noticiero de la televisión española cerraba la edición con el parte médico del día sobre su salud. En el hospital, el ambiente era de despedida, de resignación, de espera, de tristeza anticipada.


El año anterior, en París, le habían descubierto pólipos cancerosos. Aunque en las últimas décadas de su vida tuvo sobrepeso, con el cáncer adelgazó severamente, y en la cama del hospital, se preguntaba si volvería a ver los atardeceres de Guatemala, talvez convencido de su pronta partida a la eternidad.


El Instituto de Cultura Hispánica insistió en que fuera inhumado en España. El embajador de Guatemala expresó que el presidente Arana deseaba que los restos del escritor fueran enterrados en su país. El agregado militar Efraín Ríos Montt hizo otro tanto. A Miguel Ángel hijo no le pareció, porque estaba por asumir el cargo presidencial el general Laugerud, luego de un grosero fraude electoral, y el país estaba envuelto en un enfrentamiento armado interno con centenares de civiles no combatientes muertos por la fuerza pública. Consideró que esto no hubiera sido del agrado de su papá que durante toda su vida fue un demócrata.


Hasta la víspera de su muerte, cuando entró en coma, Miguel Ángel estuvo completamente lúcido. Arturo Uslar Pietri, periodista y escritor venezolano que convivió con él en los años veinte, escribió: “En un largo delirio final se cerraron todos los soles y las lunas de maravilloso delirio mágico. Llegué en las últimas horas, cuando en la antesala se hablaba en susurros y se repetían frases y los recuerdos descosidos que se dicen junto a los moribundos”.


En la cartera que Asturias siempre llevaba consigo, su hijo encontró los retratos de los padres de Miguel Ángel, Ernesto y María; de sus hijos, Rodrigo y Miguel Ángel, y de su hermano, Marco Antonio, así como una estampa del nazareno del templo de la Candelaria de la capital y de la Virgen María. Siempre fue un hombre muy religioso.


Miguel Ángel hijo se había comunicado con la embajada de Francia para preguntar si su padre podría ser inhumado en París, la ciudad que tanto amó. Le fue ofrecido un espacio en el cementerio Pere Lachaise, como monumento histórico, muy cerca de la de Frederic Chopin. Otros muchos hombres célebres yacen allí enterrados; hoy, ya no hay nuevas inhumaciones, salvo casos especiales.


El presidente mexicano Luis Echeverría confirmó al hijo del escritor que su país estaba orgulloso de prestar el avión para el traslado de los restos mortales a París, en una nave de Aeroméxico a la que le retiraron los asientos. En Madrid y París hubo honras fúnebres, con asistencia de autoridades civiles, escritores, artistas de varios países y amigos. El escritor Camilo José Cela (años después también Premio Nobel de Literatura) acudió a despedir al amigo, un ambiente de hondo pesar. Sus compañeros de la Generación del 20 sugirieron colocar en la cabecera de la tumba una réplica de la estela maya 14 de Ceibal, que representa un guerrero de pie con un escudo en el brazo izquierdo, protectores, pulseras y tobilleras.


Hoy, a cincuenta años de su desaparición física, descanse en paz el gran Moyas. Guatemala nunca lo olvidará, como él nunca olvidó a Guatemala. No ha muerto. Seguirá siempre vivo, como símbolo permanente de que Guatemala es grande.

De los poemas de raíz religiosa durante la juventud de Miguel Ángel Asturias, destaca uno relativamente poco conocido, en el cual se dirige al arcángel San Miguel y lo llama para cuando la Muerte se presente. Dice así:

Oración al Arcángel
de mi nombre


Arcángel amoroso,
detrás de ti, la hora de mi muerte.
¡Retenla! ¡Soy dichoso!
No la dejes pasar, Arcángel fuerte.
Combate con tu espada, mata al tiempo.
Será luz lo que opongas,
Arcángel misterioso,
o libertad compacta por ser ella
la tiranía peor, la más oscura,
de cuantas padecemos. Que tu estrella
vele mi sueño.
La noche me da miedo. Por la noche
puede venir silente, sin natura,
a cerrarme los ojos para siempre.
Arcángel de mi nombre,
no dejes que me cerque
a la hora de mi muerte,
la ira de ser hombre.
Frota la llama de tu espada
en mis huesos. Lumbre seré por dentro
y ella dirá: ¡No paso!
Y si pasa,
verás luchar al hombre
con la muerte, brazo a brazo.
Trataré de quitarle la guadaña
y de infundirle ojos, que me vea
convertido en rival, en esqueleto
de huesos luminosos y candentes,
que respire, le insuflaré mi aliento;
que deje su mudez y que confiese
por qué nos hace daño,
y puede que la bese.
Hay que besar su muerte, me decías
Arcángel de mis días;
pero entonces será mi muerte
y no la extraña,
a la que bese y quite la guadaña.
Mientras tanto, guárdame de la hora
que no es hora ni siglo,
ahora y en la hora.

ESCRITO POR: