AL GRANO

¿Se hacen haraquiri algunos partidos políticos?

Todo proceso electoral es complejo. Tanto en el ámbito de las organizaciones privadas como también en el plano de la vida pública. En algunas ocasiones los electores manifiestan sus preferencias de tal manera que las diferencias entre un candidato u otro son tan grandes que al perdedor no queda más que reconocer su derrota. Pero en otras ocasiones –cada vez más frecuentes en la vida política— las diferencias son marginales.

' Algunos de los partidos y sus líderes se esfuerzan por descalificar el sistema mismo del cual forman parte. Haraquiri.

Eduardo Mayora

Esto último se debe a muchos factores; entre ellos, al fenómeno “campana”. Esto consiste en que, salvo circunstancias excepcionales, los competidores entienden que una porción muy mayoritaria de los electores se sitúa hacia el centro del área de la campana. Ese centro puede moverse hacia la derecha o la izquierda del espectro político como consecuencia, por ejemplo, de un candidato radical a quien no interese tanto ganar la elección como conseguir el mayor respaldo posible entre los votantes a favor de una determinada ideología.

Así, las diferencias entre las propuestas de los diversos partidos políticos se van acercando a la línea que divide el centro de “la campana”. Unos se acercan desde las izquierdas y otros desde las derechas. No es de extrañar, por consiguiente, que cada vez cueste más al votante discernir qué candidatos realmente reflejan sus preferencias. Otro factor es que, por lo general, las propuestas se formulan en términos muy ambiguos, de modo que los votantes que se encuentren hacia el otro lado de línea que divide “la campana” en dos puedan “cruzar la línea” si, por ejemplo, un candidato equis es más carismático.

Todo eso funciona razonablemente bien y los votantes “juegan el juego” mientras el proceso sea creíble. Porque, informarse de las opciones existentes, discernir una preferencia electoral e ir a votar, supone ciertos costes. Quizá no sean altos en comparación con la satisfacción de considerarse a sí mismo como un buen ciudadano, pero sí que hay costes. Ningún votante en su sano juicio incurriría dichos costes si considerara que el proceso electoral carece de credibilidad. Si el proceso se percibe turbio, si el votante medio tiene la impresión de que informarse y tomar partido e ir a votar equivale a participar de una especie de farsa, pues se queda en casa haciendo lo que mejor le plazca.

En ese orden de ideas, como lo reconoce nuestra propia Ley Electoral y de Partidos Políticos, una elección en que el “ganador” sean los votos nulos, no vale. Y creo que, desde un punto de vista teórico, un régimen político en que los votos nulos alcancen una tercera parte ya ha perdido toda legitimidad. Pero, eso, no es más que una opinión.

Entonces, ¿quiénes y qué organizaciones debieran ser las más interesadas en que el proceso político-electoral merezca credibilidad y sea tenido como legítimo? Por supuesto, a todo ciudadano interesa vivir en un país cuyo régimen goce de ese tipo de reconocimiento; sin embargo, quienes dedican su vida a la actividad política y compiten en los procesos electorales son los políticos y los partidos políticos. Debiera ser para ellos un objetivo estratégico fundamental actuar, siempre, para que los ciudadanos tengan confianza y reconozcan como legítimas a sus instituciones y los procesos electorales. En cambio, lo que en Guatemala actualmente se observa es exactamente lo contrario. Muchos de los políticos y sus partidos, aunque parezca mentira, se esfuerzan por destruir lo que queda de confianza ciudadana consiguiendo que, más y más, se pierda respeto y por todo lo que con la política se relaciona. En pocas palabras, los partidos políticos y sus dirigentes se están haciendo el haraquiri.

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