MIRADOR

Uniformados: entre el odio y el olvido

Llevo más de 20 años en el país y cuento con los dedos del codo, o de la rodilla, las veces que he leído una buena opinión o un análisis extenso, analítico y desapasionado sobre la Policía o el Ejército. El Estado —que tiene el monopolio del uso de la fuerza— cuenta con dos instituciones para hacer frente a las amenazas interiores y exteriores, y el ciudadano confía sus bienes, su seguridad y su integridad a uniformados públicos —policías y militares—, a quienes paga a través de impuestos para que cuiden el territorio nacional, su persona y bienes.

' Nos acostumbramos a exigir derechos, prestaciones, garantías y buena atención, pero pagamos poco y criticamos mucho, sin poner nada de nuestra parte.

Pedro Trujillo

Escucho con frecuencia —seguramente con algo de razón— vilipendiar a personas que trabajan veinticuatro horas, cuando el resto lo hacemos ocho; que salen a la calle sin saber si van a beber algo caliente para paliar el frío o un poco de agua cuando aprieta el calor, porque nadie presta atención a esas necesidades básicas; que son transportados cual ganado en palanganas de picops, sin importar el clima, el cansancio después del servicio o incluso si son heridos en acción, en lugar de utilizar un cómodo microbús, que es cómo los hoteles distinguen a sus clientes o las empresas a sus asociados.

Nos acostumbramos a exigir derechos, prestaciones, garantías y buena atención, pero pagamos poco y criticamos mucho, sin poner nada de nuestra parte por mejorar las condiciones de personas —seres humanos como nosotros— que integran esos colectivos. Se exige que confronten a narcotraficantes, a criminales de cuello blanco, asesinos, mareros y otros delincuentes que nos provocan pánico solamente con nombrarlos, pero difícilmente nos acercamos a estrechar su mano, invitarlos a un café o exigir al gobierno de turno que les mejore las condiciones básicas de vida.

Visite una comisaría, observará colchones raídos y sucios, almohadas manchadas, sábanas inexistentes, cuartos de baño malolientes desprovistos de productos básicos para la higiene personal: papel higiénico, jabón, toallas o secador de manos; no digamos agua caliente para que quien está veinticuatro horas patrullando pueda tomar una ducha y descansar, que es lo que todos hacemos. Deberían ser actores sociales, pero los excluimos, y hacemos que parezcan antisociales.

Este tipo de columnas de opinión generan efectos contrapuestos entre quienes despiertan de un letargo ciudadano, por no haber prestado atención a lo que se dice, y aquellos otros que rescatan en lo más profundo de su corazón un odio desmedido e injustificado contra los uniformados. ¡Allá cada uno con su conciencia! En la vida terminamos necesitando de, al menos, dos apoyos, independientemente de nuestra condición: un pastor para los últimos óleos y un policía al que acudir cuando tenemos problemas.

Quiero tomar este espacio, en tensos momentos electorales, para resaltar cómo el Ejército y la Policía han estado a la altura de las circunstancias, como mandan las normas, y han sido obedientes y no deliberantes, y actuado con la corrección propia de su dignidad personal e institucional. Pero, por si fuera poco lo dicho, no les permitimos votar por razones que no soportan un somero análisis en los tiempos actuales, y los tratamos como ciudadanos de segunda a pesar de exigirles que resguarden el proceso electoral, lo garanticen y protejan. ¡Pedimos mucho, pero damos muy poco!

Yo, que sigo teniendo mi corazón uniformado, creo que como ciudadanos deberíamos meditar y reflexionar sobre aquellos que, mientras descansamos, se preocupan por velar por nuestra tranquilidad y nos permiten realizarnos en nuestros quehaceres. No son perfectos, son humanos; pero merecen respeto, dignidad, atención y cierta dosis de adhesión, cariño y respeto ciudadano. Es bueno exigir efectividad, pero comencemos por entregar un mínimo de dignidad.

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