LA BUENA NOTICIA
Conocer a Dios como es
En el Antiguo Testamento encontramos la historia del personaje llamado Samuel. El relato nos cuenta un episodio de su entrenamiento religioso. Estamos a más de mil años antes de Cristo. El niño Samuel había sido ofrecido por sus padres al templo israelita en la ciudad de Silo, al servicio del sacerdote Elí. En cierta ocasión, el niño escuchó una voz que lo llamaba de noche, corrió a donde Elí creyendo que era él quien lo llamaba, pero no era él. Esto se repitió varias veces. El sacerdote comprendió que se trataba de la voz de Dios que llamaba al niño y lo instruyó acerca de cómo debía responder. El narrador comenta: “Aún no conocía Samuel al Señor, pues la Palabra del Señor no le había sido revelada”. Es decir que Samuel debía aprender a conocer a Dios como es.
Al leer esa historia, doy mentalmente un salto de tres mil años y me coloco en la actualidad, y pienso que también hoy, aunque la palabra “Dios” está en la boca de todos, y son incontables quienes se remiten a Dios y citan su nombre, es tal la variedad de acentos que es legítimo preguntarse si las ideas que vienen a la cabeza de cada uno cuando dice “Dios”, corresponde a la realidad misma de Dios. Si hay una palabra que se presta a equívocos es esa. La realidad que queremos nombrar y designar con ese nombre nos trasciende, de modo que fácilmente la palabra “Dios” se llena de un contenido que procede de nuestra imaginación y no de la realidad misma que pretende evocar. En otras palabras, es muy fácil que cuando nombramos a Dios, la idea que la palabra suscita en nuestra mente proceda de nuestra imaginación, de las ideas recibidas de diversas corrientes de pensamiento e incluso de nuestros prejuicios, y que solo en parte nuestra idea de Dios corresponda a Dios como Él es en realidad. ¿Cómo lograr que al nombrar la palabra “Dios”, el término evoque la realidad divina como es en sí misma y no como nosotros nos la imaginamos?
La Biblia judía, que los cristianos llamamos Antiguo Testamento, está llena de diatribas, pugnas y argumentos en defensa de una recta comprensión de quién y cómo es Dios. En aquel mundo antiguo, en el que cada pueblo y cada cultura tenían su religión y su manera de concebir la divinidad, los profetas, sabios y sacerdotes de Israel y luego del pueblo judío mantuvieron un combate intelectual y religioso continuo y vehemente en defensa de la única concepción de Dios verdadera y aceptable. El primer mandamiento del Decálogo es reflejo de esa pugna: “No tendrás otro dios más que a mí”. Y la subsiguiente prohibición de representar a Dios de ninguna manera física o material es parte de esa lucha por lograr que la palabra “Dios” evoque la realidad de la divinidad como es en sí misma y no remita a las imaginaciones y configuraciones de nuestra creatividad mental o de nuestra habilidad escultórica.
El empeño por depurar la idea de Dios para que corresponda a la realidad no ha sido una ocupación solo de la religión, sino también de la filosofía occidental, comenzando con los griegos antiguos. La idea de Dios lograda por la filosofía griega antigua era compatible en varios sentidos con la idea de Dios de la tradición judía y cristiana. Un criterio en la teología cristiana ha sido la de considerar verdadera la idea de Dios que promueve la libertad responsable, laboriosidad solidaria y la esperanza constructiva de la humanidad. Dios, como lo entiende Jesús, tiene esos rasgos. “A Dios nadie lo ha visto jamás”, dice el evangelista san Juan, “el Hijo único, que es Dios y que está en el seno del Padre, nos lo ha dado a conocer”. Por eso la recta comprensión de quién es Dios nos conduce a su vez a la recta comprensión de las palabras y obras de Jesús.
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