PERSISTENCIA

De la ilusión a la amargura

Margarita Carrera

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En el siglo XVII la novela se inicia con la ilusión. Se pintan amores, aventuras interminables, malentendidos, coqueterías y sentimentalismos quiméricos entre héroes y heroínas. El ser humano, que siempre va en busca de evasiones de la cruda y dura realidad, goza con el mundo de ilusión que este género literario le ofrece. Existe una magia y un encanto en el libre juego de la imaginación que se aparta de lo cotidiano insufrible. Por ello, se habla del “opio novelesco”, que aún en la actualidad nos invade a través de las foto-radio-telenovelas, o de Corín Tellado y anexos. Recordando que la “novelería” se da en todos los seres humanos y que es inherente a sus necesidades de delirio y ensoñación. En todo caso, se trata de ofrecerle una ración de ilusión dentro del marco de costumbres agobiantes de una sociedad determinada.

Pero de pronto, casi desde sus inicios, la novela empieza a adquirir rango artístico. En el momento en que algunos autores lo ven ingenuo y pueril de las banales y anodinas ilusiones novelescas, y se atreven a hacer sátira de ellas. Tal es el caso de Sorel, en El pastor extravagante; de Cervantes, en El Quijote, de Voltaire, en Cándido.

Se ha pasado de la ilusión a la amargura, a la ironía, al cinismo. Del héroe al antihéroe, de la novela de entretenimiento a la novela artística. Y renace el gusto por la maledicencia que se ejercía desde la época clásica en el Epigrama. Lo dulzón y sentimentaloide es arrasado por estos seres geniales que han vivido en carne propia el fracaso y el escarnio y ya no pueden creer en los irreales héroes de la novela. Levantan así sus antihéroes, más humanos, más deleznables, más cercanos a nosotros. Aunque, siempre, toda caricatura es una nostalgia por las ilusiones perdidas.

Y es la amargura la que nos lleva a las observaciones psicológicas, sociológicas, realistas; aunque siempre sea una pintura de la realidad sin pretensiones de llegar a verdades únicas y aplastantes.

Abandonada la ilusión, entramos al campo cavernoso de nuestra toma de identidad. La novela deja de ser entretenimiento y llega a ser “conocimiento, deja de ser simple “ficción” y se transforma en “realidad”. Delata el mundo íntimo y el mundo externo. Los héroes o antihéroes son nuestro propio reflejo, modelos caducos de la especie humana.

Así, en menos de medio siglo, se pasó de la novela ilusionista o maravillosa a la novela intimista, que conlleva, a menudo, amargura, cinismo, o patéticos análisis de la psiquis o de la sociedad humana.

La novela deja de ser, pues, simple relato que distrae y entra, o bien, a la impúdica revelación de la intimidad humana, de su conciencia, o más acertadamente, de su inconsciencia. Pareciera que los autores auténticos —los majestuosos y mejores de toda época— se cansaran de lo novelesco exterior deleitoso, de las aventuras vacías, de los sentimentalismos rebuscados, del agobio de detalles insulsos, e iniciaran una búsqueda hacia la veracidad del acontecer humano, tomando como punto de partida su interioridad, su dramatismo, su angustia existencial, o bien, la explotación implacable de que es víctima por una sociedad hostil y voraz. Y descubren, entonces, los poderes del alma humana, los pormenores de sus pasiones, o las perversidades que le suceden dentro de una sociedad deshumanizada que lo aniquila y enajena.

Ello se inicia en el momento de la amargura o de la pérdida de la ilusión. Se inicia con la angustia que lleva al cinismo y a la ironía, punzantes armas manejadas por los escritores excelsos que no solo son con frecuencia repudiados.

Con todo, aún en nuestra época, continúan estas dos líneas dentro del género novelesco: la línea de la ilusión banal y la línea de la amargura o de la angustia. La una distrae, distorsiona, deleita, evade. La otra enseña, profundiza, desnuda; se dirige al conocimiento dramático de la psiquis o de la sociedad; deteniéndose, implacable, en trasfondos desmedidos y abrumadores.

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