PERSISTENCIA

De la rebelión de la alegría

Margarita Carrera

|

No cabe duda de que a los escritores y artistas en general nos consume, de manera románticamente depravada —desde tiempos inmemoriales— un sadomasoquismo recalcitrante que nos arrebata, sin compasión ni sosiego, la alegría de vivir. Y se trata, entonces, al escribir, de tocar únicamente los temas más sombríos y dolorosos, no para realizar con ellos, a la manera aristotélica, una redentora catarsis, sino para remover y conmover, en nosotros y en los demás, un inagotable deleite de calamidades.

Y al ver que se nos aplaude porque enseñamos nuestras llagas, nuestros sufrimientos, y se nos estimula para que sigamos haciéndolo, pensamos que, o bien somos unos masoquistas redomados que gozamos con el exhibicionismo tétrico de nuestras agonías, o bien, que los lectores son unos sádicos descomunalmente fieros que disfrutan —como en un circo romano— de los alaridos infernales, de las almas destrozadas.

Cuando nos saliéramos de la línea de lo maldito simplemente porque sintiéramos que lo bendito es también infinitamente bello, y de este modo, nos diera por escribir ya no sobre las tenebrosas tinieblas, los suplicios infernales, sino, por el contrario, sobre ángeles de remotos brillos esplendentes, destellos de música innumerable, sueño, regocijo para el tránsito, todo ello como una renuncia irrevocable a nuestros trasfondos de espinas calculadoramente enemigas, resulta que al ser leídas nuestras palabras por un joven y descomunal poeta, de innegable genio e ingenio romántico, este —representante inconsciente de innumerables lectores y creadores— se enfureció con nosotros, no quiso seguir leyendo o escuchando nuestro trabajo, y nos condenó, despiadado, a que regresáramos al noveno círculo dantesco, pues no teníamos derecho a mudarnos de casa, así por así, de la noche a la mañana. Ninguna protesta en nuestra parte fue escuchada y solo se nos conminó, más bien, se nos condenó al castigo.

Su arrebato era tan grande y pasional que no dejó de hechizarnos; sin embargo, nos convencimos, pronto, de que si bien renunciábamos a una dudosa y fatua eternidad que únicamente las tenebrosidades y las tinieblas nos podían otorgar, escogimos, en cambio, la efímera y bienhechora luz que nos proporciona alegría, aunque a sabiendas de que por ello perderíamos a ciertos brillantes lectores, sádicos cisnes de excelente paladar para el seductor fuego infernal.

Recordamos, entonces, a Pablo Neruda cuando encabezó “la rebelión de la alegría” en contra de tremebundos creadores y lectores, así como de funestos críticos voraces, que le conminaban a seguir escribiendo, una y otra vez, la canción desesperada. A Pablo, pensamos —sin medir estaturas poéticas— la canción desesperada. A nosotros, las letanías malditas o el noveno círculo.

“El poeta debe torturase y sufrir, debe vivir desesperado, debe seguir escribiendo la canción desesperada. Esta ha sido la opinión de una capa social, de una clase. Esta fórmula lapidaria fue obedecida por muchos que se doblegaron al sufrimiento impuesto por leyes no escritas, pero no menos lapidarias. Estos decretos invisibles condenaban al poeta al tugurio, a los zapatos rotos, al hospital y a la morgue…”, nos dice enfurecido, y con más razón, Pablo Neruda. Pero rebelde incansable, más que revolucionario sectario, decide encabezar “la rebelión de la alegría” y mandar al trasto toda norma que le obligue a cualquier encierro, así sea el de la estupenda e infernal mortalidad, en donde yacen un Hölderlin, un Poe, un Lautréamont, un Proust, un Kafka, un Vallejo. Y no decimos un Dante o un Shakespeare porque, el uno supo salir del noveno círculo, atravesar y llegar al paraíso (conociendo así no sólo los más tortuosos sufrimientos, sino las alegrías. Alaridos y carcajadas.

margaritacarrera1@gmail.com

ESCRITO POR:

ARCHIVADO EN: