MIRADOR

¿De verdad queremos cambiar?

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Con frecuencia escucho en reuniones de amigos el deseo de cambiar, progresar, avanzar, ser mejores en definitiva. Países desarrollados y con seguridad nos provocan sana envidia, y soñamos, debatimos y discutimos —pública y privadamente— sobre lo hermoso que sería dejar atrás este mundo de corrupción, inseguridad y pobreza que nos envuelve ¡Y no es porque estemos en época festivo-melancólica, es una preocupación que nos embarga todo el tiempo!

Al despertar de esos buenos deseos, observamos que en el partido que sustenta al gobierno hay unos 15 diputados procesados por diferentes delitos y que además negocian el presupuesto y la directiva del Congreso —con sus honorables pares— para arrancar 2018 con una agenda elaborada por las mafias que sostienen a una sustancial parte de parlamentarios. Se suman a la piñata por estas fechas, los sindicatos depredadores del presupuesto público —entre otros los del MP, OJ, Salud o Educación— que reciben montos insostenibles para las finanzas estatales, repartidos por políticos inescrupulosos que, con dinero público y espurios intereses, negocian a cualquier precio mientras reclaman un aumento de gastos porque es “insuficiente” el asignado para el “desarrollo del país” ¡Valientes caraduras!

Por su parte, la justicia oficial retarda todo lo que puede los expedientes judiciales bajo la excusa, en el mejor de los casos, de hay mucho trabajo y pocos funcionarios —a pesar de que cuando ingresan al sistema ya lo saben y eso no los frena— o a través de abogados, jueces y magistrados que sonríen a quienes les favorecen aprovechando un sistema judicial absolutamente tramposo en el que se mueven como peces limpiadores de fondo. Todo cabe bajo ese paraguas del “debido proceso” y entre antejuicios a funcionarios, falta de salas para las vistas, vacaciones o cargas de trabajo, pasan años sin tomar decisiones mientras muchos detenidos permanecen en prisión y otros señalados nunca entran a ella. La justicia indígena no lo hace mejor. El último caso fue el azote de un policía con absoluta inobservancia de los derechos humanos que muchos de quienes la defienden reclaman, aunque frente a esa flagrante violación suelen callar. En el fondo ocurre lo que en la política: una lucha por el liderazgo —local en este caso— por el que también se compite, obviando la observancia de normas universales y promoviendo el autoritarismo sobre un discurso sustentado en lo ancestral.

En lo cotidiano no es menor la decepción. Los buses de transporte público circulan sin luces, medio derruidos y en lamentables condiciones, mientras se les otorga millonaria subvención para que teóricamente funcionen. Las calles se utilizan como parqueos a voluntad del que tira el carro aunque el letrero indique aquello de “le estamos filmando” o las aceras se ven invadidas por irrespetuosos motoristas que deciden utilizarla como carril cuando no pueden culebrear entre los vehículos detenidos porque seguramente alguien bloqueo el cruce con absoluta impunidad.

No se cambia un país con quejarse en foros de amigos o en círculos de opinión. Para mejorar se requiere aceptar el problema y tomar una postura personal activa. Es preciso que cambiemos cada uno de nosotros y exijamos al otro que lo haga y no quedarnos callados por pena, temor o prudencia. Si no aceptamos que estamos mal —muy mal— seguiremos por años alabando el amanecer diario y soñando que todo esto cambiará, sin darnos cuenta que jamás ocurrirá porque requiere otra actitud que, además de en el optimismo, se nutra de un realismo que desconocemos frecuentemente.

Nunca es tarde para comenzar y el inicio del año nuevo puede animar a ello.

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