EDITORIAL
Bono demográfico se pierde en la indiferencia
Grandes evaluadoras económicas, al efectuar lecturas sobre el potencial para la inversión en Guatemala, suelen destacar debilidades tanto institucionales como legislativas, falta de certeza jurídica y riesgos de corrupción, pero así también son constantes los reconocimientos a la gran cantidad de población joven, es decir menor de 30 años, que abarca más de la mitad de habitantes y que, en términos técnicos, constituye el fenómeno denominado “bono demográfico”, un recurso valioso pero con tiempo límite, aproximadamente, hasta el año 2050.
Al paso que vamos, dicho sector poblacional, que abarca incluso a bebés que están naciendo ahora, no contará con los recursos y servicios estatales necesarios para un desarrollo integral. La desnutrición crónica continúa imbatible: afecta a uno de cada dos niños guatemaltecos y su efecto limita el crecimiento físico y habilidades de aprendizaje. Ni qué decir de la desnutrición aguda, que reaparece en los discursos electoreros y, una vez en el poder, hasta se ofenden los funcionarios cuando se les cuestiona por la ineficacia y la discontinuidad de los programas contra el hambre.
Paradójicamente, es el hambre de enriquecimiento rápido y sin méritos, la voracidad por copar entidades, plazas y contratos amañados, así como la indiferencia dolosa lo que deja sin resolver este problema, toral para trazar mejores horizontes de competitividad, empleo y crecimiento equilibrado. Es como si una perversa conveniencia llevara a sostener esta precariedad a fin de mantener encendido el vulgar aparato clientelar que atrae votos, ya sea comprados con víveres, con ofrecimientos, con abrazos o con reparto de juguetes baratos a niños demacrados.
Existen otros azotes que condenan a la niñez a una prolongación e incluso empeoramiento de la pobreza, tal el caso de los abusos contra niñas menores de edad, que no solo las condenan a una depravada esclavitud sexual, sino que traen al mundo a bebés cuyas madres ni siquiera terminaron la primaria o la secundaria, que no están en condiciones psicológicas para educar y que a veces ni siquiera comprenden lo que sucede en su organismo con el embarazo. Los energúmenos capaces de cometer esas bajezas deben recibir castigos ejemplares, pues, como en otros delitos, la impunidad se convierte en acicate.
Por aparte, el trabajo infantil se incrementó durante la pandemia en el país. El Estado carece de cifras certeras, pero las proyecciones son preocupantes y los indicios están a la vista: la deserción escolar, ya sea por imposibilidad de recibir clases a distancia o por crisis económica familiar, tiene un componente adicional de complejidad en la asignación de tareas laborales a niños, que no siempre son aptas para su edad y que, para colmo, son mal remuneradas y no reciben mayor beneficio por ello. El problema de fondo es que están perdiendo la etapa de vida más permeable al aprendizaje de conceptos y habilidades, están perdiendo los sueños y la ilusión, están desperdiciando la edad que tanto elogian desde afuera las calificadoras de riesgo.
El problema no es solo del Gobierno y de alianzas oficialistas de turno, es también de los ciudadanos que eligen a demagogos conocidos o a totales desconocidos sin más mérito que haberle hecho la ronda al candidato menos peor. El cronómetro del bono demográfico guatemalteco empezó a contar hace un lustro y a pocos parece importarles. Mientras tanto, otro niño deja la escuela por la pobreza y nadie se entera.