EDITORIAL
El contrabando mata a todo un país
Repetitivos han sido, desafortunadamente, los episodios en que fuerzas de seguridad del país han sido agredidas por turbas que los obligan a liberar a personas y vehículos detenidos en operativos contra el contrabando. La afirmación común de estos grupos es que los dejen en paz porque así se ganan la vida, sin caer en la cuenta de que su giro de actividad es constitutivo de delito, según la legislación nacional vigente.
El problema viene desde hace décadas y múltiples factores han intervenido en su prolongación: ausencia del Estado, discrecionalidad fiscal e incluso colusión con autoridades locales, a lo cual se suman diferencias cambiarias que hacen tentadoras tales adquisiciones, pero quizá lo más dañino y extendido es la percepción de impunidad que llega a confundirse con normalidad. Se da una falsa autojustificación basada en la demanda de productos así como el esfuerzo humano y la inversión económica necesarios para concretar el trasiego. Es un peligroso relativismo equiparable a que los narcotraficantes intentaran justificar sus ilegalidades argumentando que el traslado de drogas es una labor extenuante y fatigosa.
El contrabando es una más de las caras del comercio ilícito y no tiene justificación legal ni moral, puesto que constituye una violación a las obligaciones que implica vivir en una nación. Puede estar conexo a otras prácticas ilegales como la defraudación aduanera, la piratería, los sobornos, la trata de personas y en general toda una telaraña de corrupción que golpea a la sociedad en su conjunto.
Las cifras son dramáticas: al menos 7 de cada 10 productos vendidos en el occidente de Guatemala provienen del contrabando desde México. Es notoria la gran cantidad de negocios que proliferan en mercados cantonales en donde se distribuyen galletas, golosinas, cereales, licores e incluso productos medicinales acarreados ilegalmente. El gancho para el consumo de estos bienes radica en el precio, comparativamente más bajo que los productos nacionales y obviamente menor que los importados que sí pagaron sus aranceles.
Es aquí donde estos individuos y grupos inflingen un cruel daño a su propio país, ya sea que ejecuten el contrabando, que vendan los productos o que los compren al detalle. Primero, porque matan las oportunidades de desarrollo para comercios e industrias lícitas que sí pagan impuestos, los cuales se ven obligados a cerrar y con ello se genera más desempleo y pobreza. Los miles de millones de quetzales que el Estado deja de percibir impiden la ejecución de inversión social, limitan las capacidades de atención en educación, salud y seguridad, pero, sobre todo, constituyen un botín que va a dar a los bolsillos del crimen organizado.
Estos grupos se infiltran a diversos niveles del Estado mediante presiones y pagos ilícitos, para contar con mecanismos corruptos que les permitan encubrir sus desmanes y garantizarse más impunidad. Esta es la principal causa por la cual el problema se prolonga de gobierno en gobierno, a pesar de capturas. Es comparable a la mítica bestia Hidra, a la cual por cada cabeza que le cortaban le salían dos más. En el caso guatemalteco es un monstruo real, capaz de llevar a la quiebra a todo un país. Lo más triste es que son pobladores, azuzados por cabecillas, quienes se amotinan contra las acciones de policías y fiscales, sin caer en la cuenta de que sus vidas y penurias muy poco les importan a los zares del contrabando. Tal círculo vicioso debe terminar.