EDITORIAL
Impacto climático trae más pobreza y rezago
Las viviendas sumergidas de la comunidad Yalwitz Grande, Santa Cruz Barillas, Huehuetenango, a causa de intensas lluvias en días recientes, son una imagen que evoca desastres climáticos previos en otras regiones del país. Por ejemplo, la inundación que cubrió al casco urbano de Campur, San Pedro Carchá, Alta Verapaz, en el 2021. Sin embargo, no son solo inmuebles dañados, sino planes truncados, esfuerzos perdidos en cosechas, animales de corral, aparatos, pertenencias y recursos dinerarios, un cúmulo de impactos en familias que a su vez lastra planes de educación, mejora de vivienda o emprendimientos.
Barillas exhibe a su vez ausencia y carencias del Estado debido a su ubicación. Su casco urbano está a 354 kilómetros de distancia de la capital, un viaje que puede llevar hasta 10 horas e incluso más si hay que dirigirse a aldeas enclavadas en las montañas, también afectadas por las lluvias. Calles horadadas, negocios con mercadería dañada, comunidades incomunicadas. Un cuadro dantesco y por infortunio repetitivo. Desde luego, lo más lamentable son las vidas perdidas. Una niña y una adolescente perecieron en un deslave y solo en este año van 16 fallecidos en sucesos conexos con lluvias. En el 2022 fueron 65.
Al analizar factores de riesgo, sobre todo aquellos prevenibles, sobre los cuales deberían existir planes de acción, es común encontrarse con trazados urbanos inadecuados que a su vez son producto de malos, inexistentes o incumplidos planes de ordenamiento territorial, una función que la ley confiere a las alcaldías, pero que estas las abordan como antojo y no como obligación de la que depende la calidad de vida de las comunidades. A menudo lo evaden por conflictos de interés.
En ocasiones el desastre no llega los niveles de Barillas, Campur o el trágico alud ocurrido en la aldea Quejá, San Cristóbal Verapaz, en el 2020, un pueblo que tuvo que ser reubicado pero que hoy se encuentra sin mayor apoyo estatal. En otras áreas el tormento es cíclico y prolongado para miles de familias. En cascos urbanos de ciudades costeras, y también en zonas metropolitanas, es usual el crecimiento vegetativo, descontrolado y antojadizo de lotificaciones y colonias en las cuales no hay mediciones topográficas o estudios hidrológicos. Vecinos adquieren terrenos y hasta inmuebles sin saber que existe un antiguo cauce o laguna, que tarde temprano será causa de problemas, pues, como señala el dicho de expertos, “el agua tiene memoria”.
Para completar la tragedia, en la cual hay claros villanos, existen fallas institucionales en entes a cargo del monitoreo climático y atención de eventos. Basta mencionar el fallido plan denominado Clima 340 anunciado con bombos y platillos en el 2020, según el cual se instalaría al menos un equipo de monitoreo climático en cada municipio. Se vio afectado por el escándalo de compra amañada de equipo en el Insivumeh, por el tráfico de influencias del diputado Jorge García Silva, señalado de haber propiciado que su empresa fuera favorecida. Por cierto, es otro de esos casos en los que el Ministerio Público ha pasado años sin agilizar el avance, lo cual contrasta con la celeridad de otros en los que median ostensibles animadversiones. Además, para mayor agravante, la vida útil de los equipos es limitada, pero pese a ello el proceso judicial no prospera. Tal vez para el próximo invierno o la siguiente tragedia, porque no se trata de un simple rezago, sino de un delito cuyas consecuencias incrementan el peligro en un país vulnerable.