EDITORIAL
Un privilegio desfasado, oneroso y sin control
Como tantos otros conceptos legales y administrativos del Estado, el cobro de dietas por asistencia a sesiones de funcionarios, diputados o integrantes de directivas estatales se ha convertido en un caótico reparto de dineros públicos que llega incluso a superar el salario nominal del cargo y pasa a ser, por ende, un jugoso sobresueldo que llega a convertirse en incentivo perverso de improductividad e ineficiencia.
Hay que decirlo: el pago de dietas es legal, pero los montos que pueden acumular generan dudas sobre la pertinencia de las reuniones sostenidas, la calidad técnica de las discusiones y la utilidad pública de las decisiones a tan oneroso costo. Esto es especialmente lesivo para el erario nacional cuando diversas directivas, comisiones o concejos solo se juntan para cumplir con un requisito sin necesariamente contar con una agenda estructurada, objetivos mínimos o compromisos de resolver determinada cantidad de asuntos. Ello explica, en parte, el excesivo afán de ciertos diputados por pertenecer a múltiples salas legislativas, no tanto por su conocimiento técnico o profesional del área, sino para poder cobrar a fin de mes sus dietas, aunque no hayan asistido pero presentaron una “excusa”.
La historia del pago de dietas se remonta a casi un siglo, cuando las dependencias estatales colegiadas eran pocas y, por lo tanto, la necesidad de las reuniones multipartitas era excepcional. Conforme surgieron más entidades descentralizadas, como el Instituto Guatemalteco de Seguridad Social, el de Electrificación, el de Migración, la Junta Monetaria, consejos o directivas y otras instancias más, se comenzó a multiplicar la cantidad de integrantes, titulares y suplentes, al punto de llegar a consumir unos Q64 millones en el 2022.
Este sobresueldo puede ser lícito a causa del aporte profesional y el tiempo de trabajo intelectual que implica, pero se cuestiona su carácter ético cuando supera determinadas proporciones, cuando es devengado por personas sin la suficiente capacidad, solo en virtud de un nombramiento y, por supuesto, cuando no se percibe ningún beneficio para el ciudadano por esas participaciones, sobre todo en un país con las carencias y necesidades de Guatemala.
Los mismos politiqueros que callan y se hacen los desentendidos respecto de las amenazas contra garantías ciudadanas también fingen demencia sobre la discusión para poner coto a este gasto público. No se trata de negar reconocimiento a un desempeño profesional, pero sí de valuar y evaluar su costo-beneficio. Para ello se puede invocar la literal f del artículo 278 constitucional, según el cual, a través de la Ley de Presupuesto, se puede determinar la forma y cuantía de la remuneración de todos los funcionarios y empleados públicos, incluyendo los de las entidades descentralizadas y autónomas. Ese puede ser un asidero legal para una discusión en nombre del beneficio ciudadano, la probidad y la mejora del desempeño de las instituciones del país.
La otra vía legal debería ser la discusión de una nueva ley de servicio civil, largamente rehuida por los politiqueros a quienes les interesan más y les convienen los vacíos, anacronismos y ambigüedades de la normativa vigente, que data de hace más de 50 años. Los parches que esta tiene ya no son suficientes para cuidar la calidad del gasto. De nuevo, es un tema que rehúye la gran mayoría de figurones que se aprestan a salir en tropel propagandístico, especialmente aquellos diputados que buscan la reelección.