MIRADOR

El camino hacia Venezuela

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Se ha convertido en costumbre —mala, por cierto— que grupos minoritarios o insignificantes se adjudiquen la potestad de representar “a la mayoría de guatemaltecos” y de esa manera justifiquen sus reivindicaciones de forma violenta, soez, autoritaria o fuera de lugar, cuando no de ley. Codeca y sus adláteres desean nacionalizar la energía eléctrica, quedarse con un trozo del territorio nacional y otras veleidades que pregonan cuando deciden, sin oposición gubernamental, paralizar el país. Del otro lado del espectro, la Fundación contra el Terrorismo y sus secuaces hacen lo propio defendiendo a corruptos, boicoteando actos públicos o poniendo amparos sin éxito para socavar la lucha contra la corrupción. Unos, impiden el ejercicio de derechos individuales; otros, desde el Congreso o el Ejecutivo, norman a favor de delincuentes. Los primeros roban luz; los segundos justifican sobresueldos en la cúpula militar. Ninguno es republicano, demócrata ni respetuosos de los derechos ajenos y ambos pretenden imponer sus formas, reglas y caprichos. Distinto fondo, pero idénticos modos y fines.

En Venezuela, un grupo de militares, aliados con el narcotráfico y el crimen organizado, controlan el país. Desde el poder, Chávez nacionalizó empresas, expropió bienes y los distribuyó entre sus amigos. Su sucesor, Maduro, tomó al asalto el Congreso, copó el poder judicial, activó una ilegal asamblea constituyente y repartió la patria junto a otros delincuentes. En Guatemala, grupos extremistas —como los citados— siguen idéntico proceder, aunque descoordinados porque son ideológicamente opuestos. Los primeros desean nacionalizar casi todo; los segundos apuestan por subvertir el orden legal con el apoyo de políticos corruptos. Sume las acciones de unos y otros y obtendrá el “monto total” de lo que pasa en Venezuela, porque los radicales utilizan idénticas formas y medios para acceder al poder: el autoritarismo, la intimidación y la violación de los derechos individuales. Sobran ejemplos de populismo o dictaduras en la historia regional y hemisférica para comprender cómo operan, qué pretenden y las secuelas que por años padecen los países en los que tienen éxito.

Los recientes sucesos en la sede del TSE protagonizados por instigadores trastornados, entre otros: el director de un cuestionado medio televisivo quien alardea tener una fotografía con el dictador venezolano —mucho más alto que él, por cierto—, una cubana residente en Miami de oficio activista rabanera en redes —que curiosamente abuchea la “injerencia extranjera”— y el vocinglero abogado de la Fundación contra el Terrorismo muestran cómo operan esos desestabilizadores que pretenden imponer sus posturas desde la exigencia de sus derechos, además de buscar reacciones violentas —como hace Codeca— para victimizarse, justificar más alharaca y arremeter contra quienes “les agreden”. Una continua provocación que ensayan hasta conseguir resultados que les sirvan. De la dupla enemiga tradicional Robinson-Aldana pasan ahora a censurar la de Arreaga-Porras, pero será con cualesquiera que no se les plieguen o sirvan sus espurios intereses, porque no gustan del orden, de la legalidad ni mucho menos del estado de Derecho. Son visceralmente agresivos y entre ellos hay, incompresiblemente, incautos que les siguen y respaldan.

Estamos ante una cruzada declarada por extremistas antagónicos. La reflexión, la serenidad, el buen juicio, el respeto por los derechos individuales, el estado de Derecho y la consolidación de las instituciones, son, entre otros, el remedio más eficaz para terminar con ellos. El socialismo del siglo XXI pretende invadirnos, pero el añejo fascismo del XX hace lo propio desde la orilla opuesta.

¡Al carajo con ambos! No permitamos que hundan más al país ni que impongan sus tiranos métodos.

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