SIN FRONTERAS

El día que llegó el primer coyote

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Recuerdo cómo me impactó la película El Norte, producida en los años 80, acerca de la odisea de una pareja campesina, por escapar la muerte en la guerra guatemalteca. No tengo ya claridad sobre la película, la trama o de sus personajes. Pero sí, vivo quedó el impacto de las horríficas escenas que retratan a dos jóvenes indígenas, llegando a Los Ángeles, cruzando la frontera entre los tubos del drenaje, entre heces, ratas vivas y otras muchas porquerías. En el tiempo en que fue producida la película, la migración no era el fenómeno masivo que es hoy. Especialmente hablando de Guatemala. Pero interesa recordarla, pues en ella se retrata lo distinto que era entonces el viaje hacia la “promesa americana”. Para unos pioneros que abrieron brecha con lo que les llegaba a mano. Sin guías de viaje, sin santuarios dedicados para peregrinos. Sin nada para superar un México inhóspito para unas etnias inapreciadas, para una Guatemala despreciada, una Centroamérica hecha de menos por masas ineducadas en nuestro vecino de arriba. Puedo estar equivocado, pero la historia se trata de la crudeza de un México que es anterior a los peligros más modernos, del crimen organizado, los carteles de la droga, y la industria inclemente de la trata de personas.

Hoy escribo desde San Pedro Soloma. “La Ciudad de los Coyotes”, como es llamado en algunos reportajes, quizás de manera merecida. Aquí, donde hace un tiempo, merodeando en el parque, vi un bus llegar con jóvenes del Quiché. Venían a este afamado sitio en busca de un buen guía, que “los jalara para el Norte”. Aquí, donde en los postes había afiches, ofreciendo “viajes internacionales”, en lenguajes no tan disimulados. Esta única ciudad, aposentada sobre los Cuchumatanes, tan apartada e inaccesible, pero tan vibrante hoy en comercio, construcción y movimiento. ¿De qué medios de producción? pues lejos está de la inversión en nuestro centralizado país. Una ciudad indígena, donde siempre que vengo, parezco ser el único que no es del lugar, que no habla en el idioma nativo. Pero una ciudad donde no aparece la pobreza o la miseria, tan presente, tan latente en sus alrededores. La capital financiera —me gusta llamarle— de los pueblos q’anjob’al.

Vine acompañando un estudio antropológico de una universidad del Ivy League. Soloma fue solo una base. Documentamos historias de la deportación en profundos hogares chuj; coatanecos, y de otros municipios arcaizados, misérrimos, ignorados. Una de sus aldeas se llama San José Pueblo Nuevo. Está en lo más remoto del departamento. Sin embargo, al igual que Soloma, extraordinariamente, vibra en comercio y crecimiento económico, superando a su cabecera municipal; en construcción vienen un mercado de dos pisos, y a la par, una masiva iglesia, que parece auditorio. “Construido con puro dólar” nos dice el albañil. Buscando entrevista, un grupo de cuatro hombres nos responde con sarcástico humor que no conocen a nadie de ahí que haya sido deportado. Un silencio. “Solo nosotros cuatro”. Y reímos todos, tal vez para no llorar.

Aquí, todos tienen la migración en mente. ¿Una causa? Pareciera que se larga el que puede. Con una infraestructura ya desarrollada, la megaindustria de la movilización cambió —para muchos— las adversidades que enfrentaron otros atrás. Como aquellos de la película ochentera. Me hace recordar cuando platicábamos un día en un lugar llamado Lajcholaj, del cercano San Rafael La Independencia. Narraban como leyenda, el día en que llegó el primer coyote reconocido. “Matamos las mejores gallinas”, dijo un señor mayor. ¿Por qué? Preguntó un incauto. “Fue un día de fiesta. Ya había una oportunidad para vivir”. La oficialidad la tiene hoy en contra de los coyotes. Estos, sin embargo, son héroes por aquí. ¿Otro antagonismo en los pensamientos nacionales? Que no le quepa duda.

@pepsol

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