IDEAS

El niño que siempre quiso volar

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Hace ocho días mi papá, Jorge Jacobs Cabrera, partió en su último vuelo. Fue un hombre generalmente de pocas palabras aunque siempre con una broma o respuesta alegre en la punta de la boca. Su gran fe lo sostuvo y guió a lo largo de los altibajos de la vida. Nos dejó a sus hijos y a muchos que lo conocieron un ejemplo de paciencia, sencillez y determinación.

Desde pequeño su sueño siempre fue llegar a volar, por inalcanzable que éste pareciera para sus humildes orígenes. Recuerdo sus historias de cómo disfrutaba los “comics” a los que lograba echar mano en su Xela natal durante la lejana Segunda Guerra Mundial en donde contaban las hazañas de pilotos en las grandes batallas que definieron ese sangriento período de la historia.

Pero el sueño tuvo que esperar mucho tiempo. Mientras tanto se graduó de Perito Contador y emigró para trabajar en la capital junto con su “colocha” —mi mamá— siempre haciendo planes de cómo lograría alcanzar su sueño. Ya acá, un afortunado golpe de suerte finalmente le brindó la oportunidad de alcanzar su objetivo: aprender a volar.

A partir de allí, nunca volteó atrás. Logró convertirse en piloto y dedicó el resto de su vida laboral a una de las áreas más riesgosas de la aviación: la fumigación de cultivos. Eso definió la historia de mi familia porque, debido a la naturaleza de su trabajo, mi papá emigró nuevamente, primero a Tiquisate y luego a mi querido Reu, en donde mis hermanos y yo crecimos y nos formamos. Finalmente, también lo llevó a San Pedro Sula, en donde terminó su carrera de fumigador.

En su trabajo era un hombre metódico y precavido a más no poder, características que de seguro contribuyeron a que lograra llegar a la edad de retiro en una de las profesiones más peligrosas, como lo atestigua la cantidad de sus colegas que no lo lograron. Uno de sus dichos preferidos era que el cementerio estaba lleno de pilotos “valientes”. Aun así, no se libró de su cuota de accidentes, huesos rotos y aviones destruidos. La mayoría de éstos sucedieron antes que yo naciera o cuando aún era muy niño, por lo que solo recuerdo los más benignos, como cuando una hélice le rompió el brazo o cuando en Honduras el avión se descompuso y él logró aterrizarlo perfectamente en un maizal, sólo para tener que sentarse a ver impotente cómo el avión se incendiaba por una manguera de aceite rota. Pero nunca se amilanó, al otro día, de ser posible, ya estaba nuevamente montado en el avión.

Como todos, hubo otras facetas en su vida, como la de emprendedor industrializando la crianza de abejas o la de su trabajo en la iglesia que con el paso del tiempo llegó a ser su actividad principal; pero nunca nada sobrepasó su pasión por volar. De su ejemplo aprendí que uno debe amar aquello que hace para que nunca sea una carga. A él no le pesaba levantarse todos los días a las cuatro de la mañana para elevar el vuelo junto con los primeros rayos de luz. El día de su muerte, mi hermano nos contó que en una ocasión le preguntó cuál había sido el peor día de su vida a lo que él le contestó que fue cuando le dijeron que ya no podría volar más.

Nunca quiso que sus hijos aprendiéramos a pilotear. Tenía la teoría que si uno no está realmente apasionado por volar —como él lo estaba—, no debe meterse porque lo más probable es que acabará muerto. Ahora ha emprendido su último vuelo. El día que lo enterramos estaban entrenando para la celebración del día de la Fuerza Aérea y varias veces los aviones hicieron acrobacias encima de donde lo velamos. Lo tomo como un pequeño tributo al niño que siempre quiso volar y lo logró.

Fb/jjliber

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