SIN FRONTERAS

El Plan que nunca fue

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Desde que fue anunciado, un día de otoño en 2014, el Plan Alianza para la Prosperidad del Triángulo Norte trajo más preguntas que respuestas acerca de cuál era su objetivo real. Propuesto desde la Casa Blanca del presidente Obama, y maquillado como una idea propia de los países centroamericanos, se dijo que su objetivo principal sería crear condiciones para evitar que más personas fueran expulsadas de sus territorios. En palabras escritas por el entonces vicepresidente Biden, el Plan se trabajaría para lograr un continente “abrumadoramente de clases medias, democrático y con seguridad”. Una inversión “modesta” para lograr una Centroamérica “próspera”. Pero hoy, a los cuatro años de vigencia del Plan, el único resultado cierto e innegable es la respuesta de las poblaciones de la región. Estas, mochila en mano, escapan hacia Estados Unidos. Y lo hacen convencidas de que en casa no hay futuro.

El Plan ha tenido dos grandes etapas, separadas por el relevo presidencial en Washington. La primera —durante el período del presidente Obama— que tuvo líneas diplomáticas más sutiles fue viendo cómo los ejes de desarrollo del capital humano, y la dinamización del sector productivo, fueron cediendo prioridad frente a los ejes de seguridad ciudadana, acceso a justicia y el fortalecimiento de las instituciones. Y tuvo también como reto principal el entrampamiento en una burocracia local ineficiente, a cargo de sectores del alto empresariado, con poca experiencia en los problemas que aquejan a las poblaciones más pobres. Y la segunda fase —durante el actual período del presidente Trump—, ya una estrategia desenmascarada, que en todo caso utilizaría lo que queda del Plan para instalarse en temas de seguridad regional y control fronterizo, policial y militar. Como sea, se confirmarían los temores de múltiples sectores que denunciaron que el Plan no buscaría los propósitos de desarrollo anunciados, sino que, en cambio, era un mecanismo estratégico regional más para controlar la región.

Durante el tiempo en que ha estado vigente el Plan, la emigración irregular hacia EE. UU. —en especial desde Guatemala— se ha catapultado. Esta semana, la oficina de protección fronteriza reveló que solo en este año fiscal que recién termina más de 72 mil guatemaltecos fueron sorprendidos intentando cruzar su frontera sur con México. Siendo la migración irregular una actividad clandestina que procura no dejar rastro, esta alarmante cifra sugiere que en la actualidad son más de cien mil los guatemaltecos que anualmente emprenden el éxodo hacia el norte. Y los países involucrados se resisten a enfocar el problema atendiendo a las causas múltiples de este desastre social, retrocediendo últimamente bajo el protagonismo del vicepresidente Pence, a ver el problema como uno superficial, creado por “el engaño de los traficantes de personas —coyotes—” y que puede disuadirse con campañas de comunicación que advierten a los pueblos de los peligros del viaje. Esto, como si los propios pueblos no fueran los más enterados de qué ha sucedido a sus familiares y vecinos que les han antecedido en el trayecto migratorio.

El río humano que desde Centroamérica camina al norte es muestra del fracaso del Plan Alianza para la Prosperidad. Y pone en evidencia que los países involucrados no han sido honestos con sus poblaciones, abordando la migración desde un ángulo eminentemente político y discursivo. Los pueblos están desesperados, y han iniciado a desafiar, abiertamente, al sistema. A la luz de la fallida estrategia, no causa extrañeza. Al fin ¿alguien ha escuchado de un solo municipio que haya obtenido empleos, salud, seguridad o educación gracias al Plan?

@pepsol

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