PERSISTENCIA
El retorno a la infancia en el psicoanalisis
Llegar a la madurez emocional e intelectual es algo que ha de lograr todo individuo para poder disfrutar, en paz, de los beneficios que la vida guarda; también para serle posible soportar, con supremo valor, los rudos reveses del destino.
Sin embargo, no por eso el humano ha de abandonar la infancia, ha de reprimir al niño que esconde las emociones, los sentimientos de toda índole.
El retorno a la infancia lo logran los artistas, poetas, creadores, por el simple asombro que a diario, minuto a minuto, tienen ante todas las cosas que los rodean. Ese asombro es, además, entusiasmo, alegría de formar parte de la naturaleza, de observarla, de asimilarla. Alegría de encontrar que se es capaz de crear, amar, reír, jugar, investigar, cuestionar las leyes físicas y psíquicas, así como todos los órdenes de valores que rigen a una sociedad.
Y no marginar lo pasional. Toda obra de arte perdurable encierra la pasión, las intensas pasiones que el artista vive. Y las vive cabalmente porque conserva o rescata su infancia, que no lo abandona nunca.
Aunque pareciera paradójico, la verdadera madurez encierra, en sí, la infancia que es, sin duda, el mundo instintivo, onírico, dionisíaco. El humano que no sabe reír, llorar, bailar, jugar, decir y desdecir y, ante todo, amar con todos los riesgos y responsabilidades que este último sentimiento contiene, no es maduro y su calidad humana es deleznable.
Y este rescate de la infancia, ese retorno al mundo rebelde más que sumiso, espontáneo, puro de un egoísmo sincero —y no de un altruismo hipócrita—, se realiza no solo en el arte, sino en el psicoanálisis; y por medio de él, como por medio del arte, se llegan a revelar las grandes verdades que rigen, en un inconsciente oculto, pero imponente, la psicología tanto individual como social o colectiva. Contiene una subida y un descenso abismal a nuestro “super-yo” —que nos reprime y esclaviza— y a nuestro “ello” —que oculta todas las emociones de construcción y de destrucción, productos ambas del amor entendido a profundidad, sin afeites ni máscaras impostoras.
Hay que aclarar que tanto en el arte como en el psicoanálisis, las verdades se representan de manera metafórica, simbólica o alegórica. Existe, luego, un lenguaje doble: lo que se dice y la interpretación de ese decir, que no es directo, sino indirecto, en una elaboración en donde funcionan mecanismos oníricos como “el desplazamiento”, “la condensación” y la implacable “censura”.
La interpretación del lenguaje artístico como del lenguaje psicoanalítico nos traduce, siempre, el drama de la represión del hombre civilizado. Se constituye, pues, en lenguaje código o jeroglífico, por medio del que desentrañamos verdades individuales, pero que, al mismo tiempo, son colectivas. Por lo tanto, universales.
Ahora bien, estas verdades alcanzadas por medio del arte o del psicoanálisis nos conducen siempre al mundo que aún está más allá de lo que determinada civilización ha llamado “bien” o “mal”; por lo tanto, “más allá del bien y del mal”, como dice Federico Nietzsche.
Este nítido mundo conmueve, así, los cimientos del “statu quo” de la civilización, ya sea que ella esté enmarcada dentro del sistema capitalista o comunista. No es, entonces, extraño, que muchas obras de arte sean condenadas —en determinadas épocas— a la hoguera; como también son condenados aquellos seres que se rebelan en contra de los sistemas represivos de la civilización, los cuales conducen al humano a las enfermedades mentales.
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