ALEPH
¿Estamos mejor o peor que antes?
Para responder a esta pregunta que con cierta frecuencia se repite en varios foros y espacios de diálogo, a mí me ha hecho bien desarrollar más el sentido de proceso y a repetirme, como mantra, que nada cambia de la noche a la mañana. Eso ayuda a evitar frustraciones inevitables —pero también innecesarias para caminar—, sobre todo en este pantano guatemalteco que a veces no nos permite ni vislumbrar sus orillas.
Justo esa fue una de las preguntas generadoras de un espacio en el que conversamos recientemente, alrededor del libro Hagamos memoria. Esta vez no fue un foro político o económico —aunque es inevitable pasar por allí, Guatemala es mucho más que eso—, sino esencialmente cultural: el libro busca aportar elementos a la comprensión de la evolución del sector cultural durante los últimos veinte años.
El año pasado, el Centro Cultural de España en Guatemala (CCEG) convocó a diez instancias estatales y no gubernamentales, para generar una serie de actividades y diálogos que permitieran responder a la intención de realizar una reflexión intergeneracional con creadores de todas las disciplinas artísticas y gestores culturales, alrededor de los avances y los desafíos en el ámbito cultural, antes, durante y después de la firma de los acuerdos de paz. Todo queda integrado en el libro Hagamos memoria, del que hablé en el párrafo anterior.
No hay nadie en Guatemala que haya salido inmune a nuestro propio relato; nadie que pueda negar el impacto de la guerra en la historia del último medio siglo guatemalteco. Incluso quienes vivieron el conflicto marginalmente saben hoy que todo el país estuvo y está impregnado de él. Y aunque las generaciones actuales están menos contaminadas de aquella polarización sangrienta, aún cargamos con ello. Si no, volteemos la mirada a meses recién pasados, cuando el tema Cicig nos provocó al punto de partirnos casi bipolarmente entre los que están a favor de la impunidad y quiénes no, muy asociado todo a un estado de cosas que viene de las últimas décadas y de muchos de los mismos actores de la guerra.
Una frase de Gérard Wacjman, dicha décadas después del holocausto judío, podría apoyar mi idea en ese sentido: “Todo cuerpo representado, toda figura, todo rostro, de hecho toda imagen y toda forma estarían atravesados hoy, de una manera u otra, por los cuerpos liquidados de Auschwitz. Como si, para todo el arte de la segunda mitad del siglo, las cámaras de gas constituyeran una suerte de vibración fósil que resonara detrás de cada obra, más allá de toda cuestión de género, tema o estilo. Como si la catástrofe fuera el referente último de todo el arte de este fin de siglo XX”.
En Guatemala no hay artista o creador que no esté atravesado por la guerra. Porque incluso quien no la menciona o no tiene interés en esos temas crea en un medio de profundas desigualdades y bellezas, violencias y afectos, inseguridades y anhelos, miserias y grandezas humanas. Por eso, este libro es valioso. Porque recoge el trazo del cual surge aquel momento de esperanza, luego de la firma de los Acuerdos. Como se cita en el mismo texto: “Se sospecha de un conjunto de energías revitalizadoras, regeneradoras, que venían nutriéndose de los sonidos en sordina de los 36 años de guerra, de los rabiosos y dulces riffs de guitarras de los festivales de los años 60, 70, 80 y 90, expresiones que inyectaron la energía necesaria para el enriquecedor desborde creativo que tomó los escenarios y las calles a finales de la década de 1990 y a inicios del siglo XXI”.
Hubo un estallido guatemalteco en el arte y la cultura luego de la guerra, y el mundo que se volvió a nombrar, volvió a existir. Hoy, se ha sedimentado lo que tenía que quedarse, y se ha ido lo demás. Pero allí están las voces y las manos y las libertades, siempre necias, insistiendo en hacer otra Guatemala, porque la memoria de antes no es para quedarse allí, sino para seguir caminando.
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