MIRADOR

Exorcismo al antejuicio

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Me aturden soberanamente quienes como justificación esgrimen el argumento de que tal o cual cosa está en la ley. Es muy vieja la discusión sobre leyes buenas y malas, y Bastiat dejó claro el concepto de leyes pervertidas allá por principios del siglo XIX como para que doscientos años después sigamos con la cantaleta. Las leyes se hacen —positivismo jurídico— en función de muchas cosas e intereses. Viene a cuento la introducción porque es preciso retomar el debate sobre el antejuicio, añeja figura que requiere una reflexión seria y la adaptación al tiempo que vivimos.

La solicitud de antejuicio —protección especial para determinados funcionarios— tiene, al menos, dos momentos de análisis. El primero se refiere al inicio de la investigación que las autoridades judiciales hacen sobre una denuncia presentada contra la persona aforada. El segundo cuando, realizada la investigación, se debe proceder judicialmente porque así aconseja la misma. De esa forma, es posible legislar sobre el antejuicio en dos intervalos diferentes: de forma parcial, que se referiría únicamente al enjuiciamiento, o total —para todo el proceso—, incluida la investigación previa.

A inicios de este año se planteó esa idea en el paquete de reformas constitucionales, pero los diputados rápida y contundentemente decidieron mantener el antejuicio completo. De esa cuenta, a los funcionarios protegidos no se les puede investigar —y consecuentemente procesar— si no han sido previamente desaforados. Ello entorpece la labor del MP y limita la justicia.

Si el fuero especial persigue evitar la presión o persecución judicial arbitraria, no tiene sentido que la investigación previa del supuesto delito esté restringida, puesto que para nada afectaría la labor que desempeñan los aforados. Además, si se sostiene la independencia de poderes, una mera investigación no presupone un necesario enjuiciamiento. Sin embargo, se puede admitir que de ser juzgado puede afectar al cargo y, por tanto, ser aceptable el antejuicio antes de esa fase.

Otra cuestión es si el antejuicio debe aplicarse para supuestos delitos cometidos en el ejercicio del cargo o para otros que pudieron haberse consumado con anterioridad al mismo. De aceptarse esta última opción —actualmente vigente—, el antejuicio puede terminar siendo refugio de delincuentes que lo buscan para detener la persecución penal, o bien el incentivo perverso que permite delinquir y protegerse más tarde tras dicha figura. No tiene razón de ser esa opción, a pesar de ser actualmente legal.

Una reflexión más podría realizarse sobre si el proceso de antejuicio debería quedarse en el ámbito judicial o pasarlo al político. La situación que vivimos ejemplifica lo anterior. En el caso del financiamiento electoral ilícito, el TSE investiga, decide que puede haber un delito electoral y lo traslada al MP. Solicitado el antejuicio, la CSJ sobresee o da trámite y, para el caso del presidente, aún debe ser el Congreso quien decida. ¿No es suficiente que dos altos tribunales —TSE y CSJ— hayan opinado? ¿Es preciso pasar la decisión a un órgano político —Congreso—, donde no se siguen criterios judiciales?

Pareciera inaudito que en un sistema republicano sigamos siendo “súbditos” de nosotros mismos; una soberana estupidez que debería preocuparnos y animar a la discusión. No se trata de suprimir el antejuicio —aunque es válido ese punto—, pero al menos debe regularse de forma que se adapte a los tiempos, a la independencia de poderes y, sobre todo, a la realidad del momento. Cuando la justicia se politiza en beneficio de pocos privilegiados, algunos autores clásicos de la ciencia política se revuelven en sus tumbas al comprobar que siglos después todavía no hemos entendido lo esencial.

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