PERSISTENCIA

Fanatismo y violencia

Margarita Carrera

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Cualquier creencia religiosa o política que cae dentro del fanatismo lleva consigo una carga de violencia capaz de desatar las persecuciones más infames, las guerras más atroces. La causa fundamental de estos fenómenos poco gratos es la unión inseparable de amor y odio (“Eros” y “Thanatos”). El que cree fanáticamente, ama con intensidad tal, que es capaz de odiar con el mismo ímpetu a quien se opone, adversa o no comulga con sus creencias.

Por testigo tenemos la historia de la humanidad, que contiene largos periodos de las llamadas “guerras santas”.

Ahora bien, hay religiones, como la mahometana, que no solo carece de tolerancia alguna, sino que impone la represión sexual de manera casi inconcebible; al colmo que la mujer ha de llevar la cara tapada y vestir ropas oscuras que cubran todo su cuerpo. No es de extrañar que la violencia del árabe llegue a grados tan temibles como la creencia en el “terrorismo” como medio de imponer sus, muchas veces, justas demandas.

Frente al mahometano, el pueblo judío profesa una religión en extremo tolerante, hasta el punto de no atacar el mundo de la carne, no cayendo, así, en la represión sexual, a la manera del cristianismo.

De todas formas, todo fanatismo religioso encierra violencia, pero aún aquel que hace de la represión sexual uno de sus principales mandamientos. Huir de la carne y de la sensualidad, considerándolas como “pecado”, no solo hace infeliz al humano, sino peligroso. Tanto para la historia de la humanidad como en la del individuo, los crímenes más atroces son cometidos por pueblos u hombres agobiados por el sentimiento de cólera al convertirse, por la represión, en seres incapaces de amar, concibiendo las relaciones sexuales como algo prohibido que conduce a los infiernos.

(Recordemos los crímenes que cometió la inquisición o aquellos cometidos por el Estrangulador de Boston o Jack el destripador, en Londres).

Aquellos seres que renuncian al sexo es verdad que pueden ser grandes místicos como Santa Teresa de Jesús y San Juan de la Cruz, pero también —como los extremos se tocan— pueden convertirse en criminales insaciables.

Las religiones, todas, en mayor o menor grado, inculcan el fanatismo. Este, unido a la represión sexual, deviene en violencia.

Y no es una simple opinión. No, por desgracia o por suerte —según el punto de vista que se tome—, el alma del ser humano se ve regida por leyes implacables. De tal manera que si desde la infancia se le somete a los rigores y represiones de religiones poco tolerantes, tendremos como resultado adultos violentos, intransigentes, fanáticos e infinitamente peligrosos para consigo mismos y para con los demás.

Al respecto nos dice Freud en su Psicología de las masas —“Dos masas artificiales: la Iglesia y el Ejército”— “…toda religión, aunque se denomine religión de amor, ha de ser dura y sin amor para con todos aquellos que no pertenezcan a ella. En el fondo, toda religión es una religión de amor para sus fieles y, en cambio, cruel e intolerante para aquellos que no la reconocen…”, para agregar algo que comprobamos en la actualidad: “…cuando una distinta formación colectiva sustituye a la religiosa, como ahora parece conseguirlo la socialista, surgirá contra los que permanezcan fuera de ella la misma intolerancia que caracterizaba las luchas religiosas…”

Pero va más lejos Freud cuando afirma: “…y si las diferencias existentes entre las concepciones científicas pudiesen adquirir a los ojos de las multitudes una igual importancia, veríamos producirse por las mismas razones igual resultado…”

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