BIEN PÚBLICO
¿Hacia dónde va Guatemala?
El pasado 1 de septiembre, el gobierno presentó al Congreso el proyecto de Presupuesto de Ingresos y Gastos de la Nación para 2018. Con gastos que rondan los Q87.9 millardos —14.6 por ciento del PIB— y con ingresos tributarios en torno a Q63 millardos —10.5 por ciento del PIB—, este presupuesto, aún ejecutándose en su totalidad, continuará sin cambiar las tendencias económicas, políticas y sociales de Guatemala.
El magro presupuesto público del Estado guatemalteco nos está haciendo avanzar peligrosamente hacia la consolidación de una sociedad de personas que enfrentarán su adultez sin haber tenido la oportunidad de educarse, sin empleo y sin protección social; en un modelo económico altamente dependiente del exterior y que basa su competitividad en la reducción del pago de impuestos de los exportadores y en el pago de salarios insuficientes para consumir la canasta básica. A esta realidad toca agregar la rápida urbanización y el descuido del ámbito rural que están provocando migraciones internas a las ciudades; y la mala distribución de la riqueza del país que induce más pobreza y desigualdad.
En lo institucional, la baja credibilidad en los partidos políticos y en los órganos del Estado, aunada a expresiones bien financiadas que promueven la reducción de lo público y la polarización política, aumentan la crisis de democracia que tiene su relación más concreta en los hechos de corrupción, en la impunidad, en la muerte de niñas y niños, por hambre o por fuego, y en la cotidiana incertidumbre económica que sobre el futuro tienen las grandes mayorías de guatemaltecos.
El 2018 será otro año con un magro presupuesto público. Toca reconocer que el Estado guatemalteco no está dando soluciones a los problemas que provocaron la guerra civil; por el contrario, la reducción de lo público a la más mínima expresión no solo limita la producción de bienes y servicios públicos que cohesionan y construyen una identidad colectiva y proveen algún mínimo bienestar, sino que allana el camino para un Estado incapaz de responder a su mandato constitucional, con menos capacidades burocráticas e infraestructurales, más fácil de capturar y con menos legitimidad.
Una pregunta importante es: ¿Podemos cambiar de ruta? La respuesta es sí, a pesar de todas las dificultades y problemas políticos actuales. Pero, cuánto cuesta esa mejor sociedad y cómo la hacemos. Primero, un cálculo somero sobre cuánto costaría cumplir con los Objetivos de Desarrollo Sustentable a 2030, indica que al llegar a ese año deberíamos haber aumentado en 18 por ciento del PIB las inversiones públicas destinadas a salud, educación, orden público y seguridad, protección del medio ambiente y otros gastos sociales. Segundo, cómo. Esta mejor sociedad solo se puede hacer con otros políticos y otros gobernantes. Liberar a la administración pública de sus diversos captores —sindicalistas indecentes, empresarios proprivilegios fiscales y corruptos— es un reto mayúsculo que requiere de una sociedad madura que no cese en su lucha contra la impunidad. También requerirá nuevas reglas de juego, desde un servicio civil independiente hasta un cobro de impuestos más efectivo, pasando por cambios en contraloría de cuentas y nueva regulación para los partidos políticos. Afortunadamente, cada vez hay más ciudadanos que comprenden lo imperativo de la protesta y la propuesta y lo indispensable de participar en la vida política del país. O aprovechamos la crisis para empujar cambios estructurales o la crisis se llevará consigo los pocos signos de democracia que aún tiene este país.