PERSISTENCIA
Inocencia, idea natural del hombre
Como mecanismo de defensa en contra del sentimiento de culpa (que la sociedad nos inculca desde la infancia, a fin de que cumplamos de manera satisfactoria con ella, olvidándonos un poco de nosotros mismos) surge, en el humano, la idea de su inocencia y como dice Camus “Todos somos casos excepcionales. ¡Todos queremos apelar a algo!” Y para mantener incólume nuestro narcisismo, que en última instancia trata de defender la integridad de nuestro agredido yo, nos declaramos no solamente inocentes, sino víctimas infelices de las circunstancias atroces que nos han llevado a cometer tal o cual desacato. Y entonces vienen las reclamaciones y apelamos iracundos porque se nos haga justicia y se castigue despiadadamente a aquéllos que sentimos nos han hecho daño.
No es, por ello, extraño escuchar en las nefastas cárceles hechas especialmente para los desposeídos, exclamaciones como las que nos expone Camus en La caída: “Mi caso es excepcional. ¡Soy inocente!” También fuera de ellas, cuando se nos acusa de alguna fechoría y el juez sigue los mandatos de una élite social soberbia y despiadada que por haberse apoderado de los bienes terrenales, se siente con derechos inapelables y despotrica a su antojo.
La cólera que sentimos contra esa clase omnipotente (a la cual ansiamos pertenecer puesto que se ve siempre libre de acusaciones simplemente porque, como afirma Camus, “la riqueza” la “sustrae al juicio inmediato”, separándola “de las multitudes del subterráneo…” en este caso más físico que espiritual, pero que, por lo mismo, cobra una fuerza espiritual imponderable) es tan inmensa, que hace que nos sintamos libres de toda posible culpa, achacándole todos nuestros males a ese grupo social dueño no sólo de la tierra y del pan, sino de las leyes imperantes.
Luego, no solamente nos sentimos inocentes, sino víctimas infelices que si hemos llegado a incurrir en maldad alguna, no es porque nuestra naturaleza conflictiva nos haya impulsado a ello, sino por las circunstancias adversas, de las cuales son responsables única y exclusivamente los poderosos, que jamás nosotros, a quienes tratamos de redimir de toda culpa o responsabilidad.
Entre otras necesidades, la idea de nuestra inocencia que preserva nuestro amor propio, nos induce, en este mundo, a procurar “ser ricos. ¿Por qué? ¿Se lo pregunto usted? Por el poder que la riqueza tiene, desde luego…” que viene siendo “la concesión de la libertad provisional…”
Lo que nos lleva a pensar que los bienes materiales —en múltiples, si no en todas las circunstancias— conllevan los bienes espirituales.
A través de la historia de la humanidad notamos, sin necesidad de muchos estudios e indagaciones, que se castiga con implacable tenacidad a los asesinos desposeídos, más que a los asesinos dueños de las riquezas y, por tanto, del mando. Éstos últimos, muy de vez en vez, caen bajo la inclemencia de la guillotina, de la horca, o de los fusiles.
La idea de la inocencia se encuentra, sin embargo, en todos los humanos: poseedores o desposeídos. Unos porque la riqueza los protege de todo enjuiciamiento; otros, porque se sienten víctimas infaustas de una sociedad que ampara a unos pocos y desampara a los demás.
Con todo, tan inocente unos como otros, o tan culpables. La naturaleza humana trabaja del mismo modo en ambos bandos, aunque se dulcifique cuando sus imperiosas necesidades han sido clamadas y se amargue cuando dichas necesidades se han relegado a la infamia.
Nadie como los escritores para develar el alma humana, para hurgarla inmisericordes. Y aunque trate de engañarse en su vida, no pueden realizar tal traición en su obra. Así, Camus, a través de su conflictivo personaje de La caída, nos confiesa: “Lo cierto es que, después de largos estudios hechos sobre mí mismo, vine a descubrir la duplicidad profunda de la criatura humana.