PERSISTENCIA

La ensayística de Borges y de Paz

Margarita Carrera

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Leer un ensayo de Borges es penetrar en un mundo de austeridad, dominado por el rigor y la síntesis. Comprime el lenguaje en audaces fórmulas poéticas que iluminan y abarcan la totalidad de su obra. Concentración e intensidad en cuanto a la forma. Entre mayor concentración, mayor intensidad. Juego de juegos. Al final de cada uno, empieza el otro. El laberinto, su predilección, su abominación, los espejos.

Su filosofía, que es a la vez poesía, es un reto a la filosofía tradicional realista y racionalista. De auténtica raigambre idealista, se aleja de toda realidad que no sea “su realidad”, la que él crea en medio de sus lúcidas tinieblas.

Más que la emoción y los sentimientos, es la inteligencia la que parece dominar en su obra. Pero un ser con demasiada inteligencia es, como consecuencia de la misma, un ser hipersensible, pleno de pasiones, de emociones, de conflictos internos.

Detrás de la inteligencia borgiana —que indiscutiblemente cae en lo genial— se oculta un hombre que se ha cerrado las puertas a la vida por terror a los sentimientos devastadores que esta despierta: amor, odio, sexualidad, sensualidad.

Un asceta. Casi un místico. Un ser que vive dentro de sí y se inventa mundos impactantes: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius”, “Las ruinas circulares”; “La lotería de Babilonia”… Cuentos breves que son ensayos inasibles por el despiadado deslumbre de su poesía.

“Schopenhauer, De Quincey, Stevenson, Mauthner, Shaw, Chesterton, Léon Bloy, forman el censo heterogéneo de los autores que continuamente releo”, confiesa Borges; y sin embargo, casi es imposible observar persistente influencia de ningún autor, en especial en su obra. Él está en todos y todos están en él.

Sus ensayos confirman su total alejamiento de lo erótico y de todo lo que implique sexualidad o sensualidad. La mujer no toma parte alguna ni en su vida ni en su obra —exceptuando a su madre—. Con todo, a través de la simbología que emplea —espejos, laberintos, ríos, tigres, espadas, rosas—, notamos —a la luz del psicoanálisis— cuanta sexualidad desmedida, pero oculta, encierran sus escritos.

Totalmente diferente es el espíritu que gobierna la ensayística de Octavio Paz. Frente a la noche (Borges) se alza el día (Paz). Si Borges se hunde en sus ensayos en una total renuncia de palabras y de erotismos, Paz, por el contrario, se alza en un desborde casi torrente de palabras que conducen, en última instancia, al erotismo. Pero un erotismo sagrado, casi místico, en donde la carne no es ni la atrocidad ni el pecado ni “lo abominable”, sino el corazón mismo de su vida, cobra toda su belleza e intensidad. Difícil —en Borges y en Paz— separar poesía y ensayo. Tanto como en uno como en otro, todo ensayo es un poema. En Borges, un poema dramático —a pesar de “su juego”—, en el que percibimos la angustia de existir, de ser, la pesadilla del deseo reprimido por la imponente inteligencia. En Paz, un poema vital en el que el deseo, la sensualidad, la sexualidad, la carne, cobra iluminada presencia, desborda felicidad ante nuestra animal inocencia, plenitud en el reconocimiento de la fuerza erótica que mueve el universo.

Total ausencia de conflictos en la obra de Paz. Aceptación sabia de la vida y de la muerte. Gozo intenso de la primera. Más que reflexionar, el ensayo de Paz nos hace sentir. Lo primordial: la emoción, la exuberancia en la palabra, la gloria de la entrega total, si hostiles represiones y atroces agonías. Borges, en cambio, logra perdernos en el caos de reflexiones que no tienen término y, pavorosamente, nos conduce al infinito, que de incomprensible se transforma en la nada.

Felicidad, gozo, en la palabra paciana; sufrimiento, angustia en la palabra borgiana.

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