ALEPH

La niñez que ya no puede llorar

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Recientemente leí un artículo sobre los niños y niñas de Alepo que ya no lloran. La foto que acompañaba la nota mostraba a un niño sentado a la orilla de algo que parecía una camilla de hospital; no pasaba de los 5 años, tenía el rostro bañado en sangre y la mirada perdida en algún lugar fuera de su mundo real. La guerra vivida en Siria lo había dejado sin lágrimas, con el afecto plano o, a decir de los expertos en psicología, lo había dejado hipotímico. Y me pareció que ninguna tragedia humana podía ser más honda que la de un niño o una niña sin emociones.

Solo había visto algo así en los ojos y conductas de las niñas y adolescentes víctimas de una repetida violencia sexual o de diversas formas de esclavitud, acá en Guatemala. Niñas cuya respuesta emocional disminuye y es incongruente con la situación real de violencia que viven. Niñas y niños abatidos, derrotados a tan corta edad, con lenguaje inexpresivo y movimientos lentos, que parecen ya no interesarse por nada. Y pensé en esos cuerpos en formación que apenas están entrando a la vida, tan expuestos a las múltiples violencias a las que este mundo absurdo los somete cada día. Cuerpos disociados de sí mismos, cuerpos ya indiferentes al golpe y la sangre, cuerpos hambrientos, bombardeados, violados, torturados o abandonados. Y pensé en la ironía de celebrar con tanta pompa el nacimiento de un niño que nació hace más de dos mil años, en un mundo que no ha entendido nada.

En sociedades hedonistas donde sufrir es malo y la felicidad es sinónimo de enajenación perpetua, se hace hasta lo imposible porque las niñas y los niños nunca lloren. El éxito de las madres y padres jóvenes es que su bebé siempre sea “feliz”. Pero sin el llanto sería imposible dimensionar la alegría y la luz de una vida emocionalmente sana. El llanto está allí para cuando duele el mundo, y a los niños y niñas de Alepo y Guatemala el mundo les duele tanto que hasta se quedaron sin lágrimas. “¿Estás bien, Ayah, mi amor?”, relata el artículo que pregunta la madre siria de su hijo sin lágrimas.

Según la ONU, medio millón de niños y niñas sufren traumas psicológicos en Alepo, y de los 400 mil muertos, más de 15 mil son menores de edad que han perdido la vida en esa inútil guerra civil que comenzó en el 2011. Además, el Observatorio Sirio de Derechos Humanos ha registrado a 4 millones 810 mil 710 refugiados sirios dispersos entre Egipto, Iraq, Jordania, Líbano, Turquía y el norte de África. Para no acudir a la simpleza de describir esa guerra como una batalla entre chiítas y sunitas, o entre las fuerzas armadas sirias y las fuerzas opositoras que desconocen al gobierno de Bashar Al-Asad —de extracción chiíta—, dejamos ese tema para otro artículo.

Hoy, a dos días de celebrar la Nochebuena, nos interesan los niños y niñas que están en Alepo, a la vuelta de nuestra esquina en este mundo tecnificado y globalizado económicamente, pero tan pauperizado humanamente. Y nos interesan también las niñas y niños de Guatemala que se han quedado sin lágrimas. No se puede hablar de tener espíritu navideño y celebrar la llegada de aquel otro niño a nuestros corazones si ni siquiera somos capaces de ver que a buena parte de la niñez del mundo se le han secado los lagrimales de tanto ver y sentir la oscuridad sobre sus vidas. Busque cerca suyo y sabrá que hay al menos un niño o una niña que podrían darle otro sentido a su vida, porque cada niño y cada niña vienen al mundo para prolongar el mandato de la especie, para darle la mano al primer ser humano que habitó la tierra, y al último. Vienen por la vida y por la terquedad de nuestra miope esperanza, hasta que las bombas les revientan en el rostro y les secan los manantiales de su cuerpo.

cescobarsarti@gmail.com

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