ALEPH
La sacrosanta institucionalidad
Yo quiero que la Ley Electoral y de Partidos Políticos sea reformada, pero no por este Congreso de corruptos. Es imposible confiar y sentirse representada por la clase política que ha secuestrado el Legislativo en aras de la impunidad, aunque generalizar sería ser trivial e injusta. Además de algunos pocos congresistas capaces y honestos que contamos con los dedos de las manos, hay seis diputados y diputadas —de Convergencia, Todos y Fuerza— que recientemente han conformado el Frente Parlamentario por la Transparencia y la Democracia, con la intención de darle un sentido ético a la labor legislativa.
Sin embargo, más pronto de lo que imaginamos, los patrones de la corrupción y su burocracia de servidumbre volvieron a cerrar filas. En el Ejecutivo hay un mandatario entretenido y pegado con goma de mascar a la silla presidencial, inaugurando obras por todo el territorio nacional, en espera de que acabe su gestión con el menor ruido posible. —Lástima que cada vez que abre la boca se encargue de arruinarle este propósito a sus titiriteros—. En el Poder Judicial se cierran los espacios que empiezan a prepararse para la próxima elección de Fiscal General, con el propósito de frenar esta cruzada contra la corrupción y volver a la acostumbrada “normalidad”. En el Legislativo están midiendo permanentemente a la ciudadanía en un pulso inútil de poder, que a quien daña realmente es a la ciudadanía presente y futura de Guatemala.
Hay un evidente temor a perder privilegios de décadas, a cambiar maneras de relacionarnos, a no saber cómo lidiar con gobiernos transparentes y a no poder seguir usando al Estado como a la nana que alimenta en la primera infancia y que luego es abandonada cuando está delgada, vieja y abusada. No tengan pena, que nos vamos a tardar años en llegar allí. En este paraíso de desigualdad, el miedo sigue siendo el mecanismo de control social perfecto. Si no que lo digan las cifras de violencia que han vuelto a dispararse en Guatemala durante los últimos meses. Así nos entretienen.
Y también como lo está haciendo la mayoría de los diputados actuales. Detuvieron el antejuicio al presidente porque juegan bajo las reglas del “amor con amor se paga”. Han creado a una velocidad —que no sabíamos que tenían— un paquete de iniciativas legales que, solo por haber quedado escritas, avergonzarán en el futuro hasta a sus propios hijos, hijas y nietos. Pretendieron reformar el Código Penal y dejar 400 delitos con penas que daban risa. Sus últimas intenciones han quedado plasmadas en iniciativas que pretenden limitar la libertad de asociación y expresión, como la de organización y participación ciudadana, pasando por querer reformar la Ley de Reconciliación Nacional, desde la cual traen de regreso la figura del fuero militar para juzgar delitos comunes, y buscan recetar amnistía de forma retroactiva, incluso para algunos de ellos que, entre otros, han sido acusados por crímenes de lesa humanidad o genocidio. ¿A ellos podemos confiarles las reformas a la LEPP? ¿La fiscalización de las instancias del Estado? ¿Legislar en representación del pueblo que los eligió?
Pero ya vimos en septiembre pasado cuánto miedo pueden tener también cuando la voz del pueblo se expresa. No queremos tenernos miedo. Quisiéramos que se autodepuraran y nos ahorraran el trabajo de salir a las calles cada poco. Quisiéramos vivir en paz y dedicarnos a crear, a trabajar, a ser felices. Pero nos joden la vida y, además de intentar vivir, debemos estar pendientes de sus permanentes golpes. Porque eso es lo que son.
Si en nombre de la sacrosanta institucionalidad sostenemos al actual Congreso como está y lo dejamos actuar bajo las reglas de un orden corrupto, escribiremos —de nuevo— la siguiente página del libreto de uno de los Estados más violentos, desiguales e injustos del planeta.