ALEPH
Las buenas costumbres
“Sin autoridad no hay justicia, sin responsabilidad no hay confianza, sin respeto no hay dignidad, y sin las buenas costumbres perdemos el sentido de lo bello, lo noble y el valor de la tradición”. (Fragmento del discurso del expresidente del Legislativo, 14-01-2018). Ante esta última elección fallida de la Junta Directiva del Congreso de la República, ante los señalamientos de corrupción hacia algunos de sus integrantes y los discursos de su efímero presidente, se publicó un mensaje en Twitter que decía así: “Mitos guatemaltecos desmentidos en un solo día: 1. El rico no tiene por qué robar. 2. Todos los empresarios crean riqueza y trabajo. 3. Es de “buena familia”.
Algo que Marta Elena Casaús Arzú desmitifica muy pulcramente en su clásica obra Guatemala: linaje y racismo, tan vigente hoy como hace 25 años, cuando la escribió. O que Paul Dosal trabaja en Las élites industriales en Guatemala, que tanto contribuye a entender las dinámicas políticas contemporáneas. Algo que en Guatemala se ha desmitificado en la conciencia, en el silencio pactado, y en las vidas de millones de hombres y mujeres que no forman parte de la burbuja en la cual habitan las elites.
Las buenas costumbres son, definitivamente, algo valioso en el marco de una sociedad donde el bienestar común y la vida digna son la norma. Pero en Guatemala, por razones profundamente enquistadas en nuestro imaginario y nuestra memoria celular, parece que eso de las buenas costumbres se practica y se entiende mal. Recuerdo en mi niñez a más de un adorable abuelo o abuela de aquellos que crecieron a la sombra de las buenas costumbres decir cosas como: “más vale un hijo muerto que piedra de escaño”, “hay que mejorar la raza”, “la gente bien no habla recio”, y más cosas como esas.
Marta Casáus Arzú señala, en una entrevista (PzP, 20-02-17): “Todos los países de América Latina sufrieron el proceso de Conquista y colonización, que estuvo justificado por una ideología racial, de segregación. Pero en Guatemala, por una razón que no logro entender, en seguida la población se dividió en indígena y ladina; el mestizo nunca entró a formar parte del proyecto nacional ni de la Colonia. (…). En el siglo XIX, en Brasil y México, por ejemplo, los teóricos del liberalismo asumieron la corriente de (Auguste) Comte, eran un liberalismo menos racial. En cambio, Guatemala se ancló en un darwinismo racial muy brutal, en la creencia de razas superiores”. Ella asegura que el racismo surge en Guatemala desde la fundación propia del Estado liberal.
“Por eso es que yo sostengo que Guatemala es un Estado racista y una nación eugenésica. Desde el principio se creyó en la necesidad de blanquear la nación para mejorar la raza. Cuando yo me encuentro a mis entrevistados en 1979 (miembros de familias de origen hispano, estudiados en el libro Guatemala: Linaje y Racismo) que hablan de mejorar la raza, busco el origen de esas ideas, y me encuentro a los intelectuales del siglo XIX, con un discurso eugenésico. (…) Después de 25 años, me he dicho: ¡Caray! Cómo es posible que todo siga tan actual y tan vigente. Cuando yo escribí este libro (Guatemala: Linaje y Racismo), creí que se trataba solo de la ideología de la clase dominante. No logré vislumbrar que no solo la clase dominante es la racista, sino el propio Estado. Tardé diez años en entender que es el propio Estado y sus instituciones, sus aparatos ideológicos los que producen y reproducen el racismo: la familia, la escuela, la religión, los medios de comunicación; y también sus aparatos represivos”.
También los partidos políticos y la clase política. Una clase política que acude, maquiavélicamente, al enunciado de las buenas costumbres, que solo se aplican a esos iguales que han podido comer, educarse, vestirse bien y bañarse cada día, y que jamás aceptarán para sí el apelativo de ladrones, porque solo son gente de “buenas costumbres” que han seguido la tradición de un pacto de corrupción.
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