PUNTO DE ENCUENTRO

Las valientes Molina Theissen

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Para muchas familias guatemaltecas, 1981 fue el año del horror. La estrategia contrainsurgente implementada por el Estado desató la violencia institucionalizada. Cientos de personas fueron masacradas, asesinadas, torturadas y desaparecidas. Yo misma sufrí, con apenas 10 años, el asesinato de mi padre, un abogado penalista y catedrático universitario.

En nombre del orden y la seguridad se cometieron las más terribles atrocidades. Las dictaduras suprimieron todas las libertades y defendieron a sangre y fuego el sistema de los poderosos. Las argumentaciones —que se mantienen hasta hoy— buscan hacernos creer que las gravísimas violaciones a los derechos humanos estaban justificadas y que violar, torturar, secuestrar, asesinar y masacrar fueron acciones necesarias y quienes las cometieron son héroes y no delincuentes.

Nada de lo ocurrido fue obra de la casualidad ni producto de mentes perversas actuando en solitario. Fue una política sostenida en el tiempo en la que las fuerzas de seguridad y las autoridades nacionales practicaron el terrorismo de Estado. La aplicación de la doctrina de seguridad nacional alcanzó prácticamente a toda América Latina, por eso la coincidencia de la lucha por la memoria, la verdad y la justicia en nuestro continente y el empeño de los sectores vinculados a la represión por mantenerse en la impunidad.

A pesar de las artimañas legales y políticas para garantizar amnistía por la vía de leyes de punto final, los procesos penales han ido avanzando y se han sentado importantes precedentes sobre la base de la imprescriptibilidad de los delitos de lesa humanidad.

La tragedia que alcanzó las zonas rurales y las urbanas tiene todavía hoy a miles de personas buscando los restos de sus seres queridos en fosas comunes de cementerios clandestinos o en los archivos de la extinta Policía Nacional. Y es que, en el corazón de una madre, un padre, un hijo, hija o un hermano, no tiene cabida el olvido, ni dar vuelta a la página. La búsqueda de justicia es un acto de enorme dignidad, que no devuelve a quien se amó, pero que reivindica su memoria y, más importante aún, que garantiza que nunca más haya alguien que sufra una pérdida semejante.

Este 13 de enero de 2017, la familia Molina Theissen sabrá si está un poco más cerca de alcanzar justicia. El juez Víctor Hugo Herrera Ríos dictaminará si cinco exmilitares de alto rango enfrentarán juicio por la desaparición forzada de Marco Antonio —de apenas 14 años— y por los vejámenes sufridos por su hermana Emma Guadalupe, quien escapó de una base militar en la que permanecía detenida ilegalmente.

Treinta y seis años después, con todas las garantías procesales, Benedicto Lucas García, Francisco Luis Gordillo, Edilberto Letona Linares, Hugo Ramiro Zaldaña y Manuel Antonio Callejas y Callejas, podrían enfrentar a un tribunal que los juzgará por los delitos de desaparición forzada, deberes contra la humanidad y violación con agravación de la pena. Muy distinto a lo vivido por Marco Antonio y Emma Guadalupe, a quienes el propio estado guatemalteco violó todos sus derechos.

La justicia no es venganza; y perseverar durante más de tres décadas buscando que el sistema funcione y que se siente un precedente es además un acto de inmenso amor.

Doña Emma y sus hijas Emma Guadalupe y Ana Lucrecia son un ejemplo a seguir. La llama de esperanza que han mantenido encendida a pesar del manto de silencio y olvido que quisieron imponerles nos anima a continuar. Frente a la violencia y el terror, la valentía y la ternura de las Molina Theissen.

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