MIRADOR

Lecciones históricas

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Siento vivir una experiencia similar a la que tuve hace 40 años. En la España de aquel entonces, y en un ambiente socialmente polarizado, se transitaba de la dictadura  a la democracia. Algunos, cuya vida había transcurrido durante el franquismo, no deseaban cambios porque se acomodaron al proceder del régimen y contaban con ciertas ventajas. La mayoría de personas, sin embargo, vio una oportunidad para modificar un modelo agotado y configurar nuevos y oxigenados espacios políticos. Se trataba, en definitiva, de construir un sistema —democrático— donde todos tendrían idénticos derechos y ejercerían la libertad en igualdad de condiciones.

La polarización que vivimos no difiere mucho de aquella, salvando distancias naturalmente. Allí, como aquí ahora, había grupos de personas en torno a las fuerzas armadas que demandaban su intervención para “salvaguardar el orden y el honor”. Entre ellos militares del viejo régimen y civiles cercanos a la institución armada que —como acá— nunca habían integrado las filas del ejército o en su juventud fueron enviados a estudiar al extranjero y estuvieron ausentes de las vivencias políticas de la dictadura. “Gente feliz” y acomodada que veía las cosas desde la privilegiada tribuna de la incitación pero que no tomaba parte activa porque eran revolucionarios de cafetín, esos que incitan a las masas mientras esperan a que otros den la cara o disparen primero, según el ardor del momento.

Los mensajes no diferían mucho de los que en este momento se leen en redes: “caeríamos en manos del comunismo” o “perderíamos los valores tradicionales”, lo que justificaba cualquier “patriótica” acción, violencia incluida. Con los años, la lección aprendida es que el comunismo nunca triunfó y el partido socialista aceptó y defiende la monarquía parlamentaria. El secreto fue un acuerdo político nacional observado por Adolfo Suarez, Felipe González y José María Aznar, tres líderes ideológicamente distintos que supieron conducir la política por el camino acordado. Entendieron que la base del desarrollo económico y social se sustenta en valores, principios, ética en el actuar, justicia y respeto, nada de ello asociado con ideología, militancia ni activismo político. Allá pasaron apenas 30 años para alcanzar el éxito, no sin problemas; aquí han transcurrido más de veinte desde la firma de los acuerdos de paz y seguimos en idéntica situación que en 1996: polarizados, enfrentados, aletargados y con estridentes llamados a adoptar posiciones extremas.

Las transiciones políticas se resuelven con liderazgo y diseño estratégico; con acuerdos políticos, sociales y económicos de largo plazo, para no estancarse en un discurso de desarrollo que nunca llega. Es preciso aproximar el debate desde los extremos emocionales a una zona de encuentro racional en la que estén presentes elementos ya citados y desechar, de una vez por todas, el descrédito como proceder, el odio como estrategia de comunicación o la instigación al llamado a las armas. En la España de entonces, al despertar, el dinosaurio no seguía allí, aunque se lidiaba con crueles grupos terroristas, a pesar de no tener ninguna fundación, lo que diferencia la situación con Guatemala.

Lo que no puede ser, no puede ser y además es imposible, decía un lema fijado en la pared de un lugar en el que estudié. Mientras no se superen las diferencias y se acepte que los valores, los principios, la ética y la legalidad deben conformar una base común y no tienen ideología, seguiremos enrocándonos en posturas extremas que solo conducen al desastre, independientemente de adonde se lleve la mano al cantar el himno nacional.

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