BIEN PÚBLICO
Lluvia, cenizas y desprotección social
El domingo pasado, los habitantes de las faldas del Volcán de Fuego —ubicados principalmente en las comunidades La Reunión, El Porvenir, Candelaria y Las Lajas— sufrieron su fuerza e, infortunadamente, comprobaron una vez más la debilidad estructural, tanto de la regulación sobre los lugares habitables como del adecuado sistema de protección social, que no da una respuesta contundente frente a los riesgos naturales, climáticos y económicos.
Los medios nacionales e internacionales captaron a cientos de personas escapando del siniestro. Sus lágrimas se diluyeron entre lluvias y cenizas, algo que no pudieron hacer sus gestos de desesperación, temor e incertidumbre. Aunque las catástrofes naturales no tienen preferencias, lo cierto es que sus efectos son más evidentes en aquellos ciudadanos que sobreviven bajo condiciones de pobreza. No solo les arrebata todo su patrimonio —un terreno, una casa de lámina, una estufa, unas gallinas— y su cosecha, sino también el derecho a la vida.
La primera tarea ante un evento de esta magnitud es intentar poner a salvo a todos los ciudadanos vulnerados y proveerles un espacio confortable en donde pasar la tragedia. Hemos visto policías, soldados, bomberos y voluntarios demostrando coraje frente a la situación y empatía con los socorridos. Asimismo, de acuerdo con la Coordinadora Nacional para la Reducción de Desastres (Conred), se ha trasladado a los albergues habilitados a más de tres mil personas, mientras se abren centros de acopio para el apoyo a los damnificados.
Ahora bien, la segunda tarea —la más difícil— es reconstruir. Y esto requiere no dejar las cosas como estaban, sino mejorarlas. Porque las muertes por este suceso natural, los damnificados y el cúmulo de pérdidas económicas, en buena medida, son el resultado de un estilo de desarrollo que normaliza la exclusión, la inseguridad y la pobreza de muchos: con la misma facilidad se muere por hambre o por frío que por dar a luz o por intentar migrar para buscar mejores oportunidades; que por una correntada de aguas, un deslave o una masa de lava y lodo. No hay un sistema de protección social que vaya más allá de la caridad ante la tragedia y promueva un piso de garantías sociales que evite estas muertes tan atroces como prevenibles.
Por eso es que, en esta segunda tarea, todos tenemos una gran responsabilidad. No se trata de gastarse sin sentido ni control los recursos públicos predestinados para estos eventos —Q195.1 millones asignados al día de ayer— para chapucear las escuelas y los puestos de salud que se habrán perdido. Tampoco se debe planificar un programa de viviendas idóneo, que termine sin concretarse porque los recursos solo alcanzan para maquillar las carreteras destruidas; o buscar que los sobrevivientes tengan un terreno para cultivar en la falda de otra montaña. Mucho menos que el Gobierno piense que ha cumplido su labor al entregar a la persona que perdió un familiar un cajón de pino donde acomodarlo.
No. Este desastre es la oportunidad para recordar la Guatemala que ambicionamos, esa en la que las personas no mueren por la furia esperable de un volcán, pero tampoco de hambre. En la que hay trabajo para el que levanta cenizas y escombros y también para el que es maestro, contador o ingeniero. Esa en la que los habitantes son ciudadanos responsables de los demás, en medio de los desastres, pero también en el día a día. Construir esa Guatemala, la diferente, requiere de un diálogo social que se traduzca en acciones económicas, políticas y éticas que den un nuevo rostro a nuestro futuro colectivo.
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