PERSISTENCIA
Los linderos de literatura y poesía
Pareciera que literatura y poesía fueran términos idénticos. Y lo son, en cierta medida. Sin embargo, podríamos afirmar que si bien toda literatura es poesía, en cambio, no toda poesía es literatura.
Porque esta última proviene de la palabra latina “littera”, que significa “letra”, tiene sus confines delimitados por la palabra escrita; sus fronteras se detienen donde esta termina.
La poesía, en cambio, es, además de literatura (letra), todo aquello orgánico o inorgánico, fantásticamente real, o nuestra alma y nos la envuelve en un hálito desproporcionadamente placentero.
“Poesía eres tú”, dice Bécquer, refiriéndose a la mujer amada. En forma más ambiciosa, podríamos decir que poesía es todo lo que nos llega a lo más hondo de nuestra alma: desde el transparente canto de un ave hasta el sórdido caer rutinario de una piedra.
En la poesía cabe lo eterno y lo fugaz, lo dulce y lo amargo, la felicidad y la desdicha, el amor y el odio, la insolencia, la galantería, el menosprecio, la benevolencia, la ira infinita, el miedo, la valentía, o simplemente el habitual trabajo de cada día hecho con amor o por amor.
Lo único que la niega rotundamente es la robotización miserable que implica negación de todo sentimiento, de toda emoción. Ese pasar por la vida sin conmovernos, sin sufrir o gozar, sin desear nada con vehemencia, sin desajustarse, sin tropezarse torpemente con nuestra propia sombra o con la de los demás, sin caer ridícula o tiernamente, para luego levantarnos tímidos o feroces intrépidos.
La poesía termina, entonces, cuando ya no hay pasión; cuando los seres que deambulan por el mundo caen en un estado de inercia estúpida, de mecanización infame, esclavizante y negadora de toda libertad.
Claro, entonces, también agoniza la literatura, pues la letra a que ella se refiere implica sentimiento, desborde pasional, catarsis suprema a través de la palabra escrita, plena de hondos contenidos emocionales e ideológicos.
Cuando afirmamos que en literatura todo es permitido, nos estamos refiriendo a todas las emociones e ideas, pero siempre dentro del ámbito literario; esto es, de lo escrito.
Cuando nos referimos a la poesía, estamos conscientes de que ella —que es magia— rompe hasta con lo literario para adentrarse en la totalidad del universo.
Ya Manuel José Arce, con sus Trabajos Manuales, nos abre el infinito mundo poético de las cosas más elementales y cotidianas. Y, en un afán de compenetrarse y compenetrarnos de la esencia poética de las cosas simples y sagradas, escribe sus poemas ya no sobre el rutinario papel, sino sobre los objetos mismos: instrumentos fantásticos con los que se entra al fecundo campo inusitado de la creación. Así tenemos el poema El serrucho, escrito sobre su amado serrucho. El poema al agua —joya impactante— está escrito sobre un objeto (tubo) infame que esclaviza y prostituye ese elemento vital.
El poeta ha trascendido la letra; o más bien, ha unido la letra al objeto mismo, al cosmos infinito. Ya no es simplemente letra sobre un papel, es letra sobre una cosa cotidiana, que de pronto, cobra vida, personalidad, alma, boca.
Y entonces sentimos, más que nunca, que hasta los objetos animados sienten. Manuel José Arce los saca de su aparente silencio sepulcral y hace que nos hablen en forma directa, sencilla, violentamente conmovedora.
La poesía, pues, siendo literatura, la trasciende. En forma superficial, al hablar de poesía pensamos únicamente en los versos escritos. Olvidamos que también es poesía el silencio, la música, las frases que salen de nuestra boca con amor o iracundia, el grito desesperado, la labor cotidiana, callada y simple, la casa, la calle, los parques, los montes, los cerros, en fin todas aquellas cosas maravillosas con sus rutilantes ingredientes que forman parte inseparable de nuestra existencia.